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Algunos en cazar de los ratones Tan diestros y tan hábiles estaban, Que en trueco de una, ó dos, ó mas raciones, Un número tasado concertaban: Tambien habia una especie de lirones, Que al modo de conejos se guisaban, Y aunque faltaba aceite y vino añejo, La gran hambre prestaba salmorejo.

No bien fallecía prójimo que dejase hacienda con que pagar un decente funeral, cuando el albacea y deudos se echaban por esas calles en busca de la llorona de más fama, la cual se encargaba de contratar a las comadres que la habían de acompañar. El estipendio, según reza un añejo centón que he consultado, era de cuatro pesos para la plañidera en jefe y dos para cada subalterna.

El galeno dábase palmadas en la ancha frente, indignado contra mismo por su torpeza. ¿Cómo no lo había conocido antes? ¿De qué otra cosa podía provenir aquella tendencia inflamatoria y pletórica tan común entre los monjes? No le quedaba duda: del vino. Además de ser generoso y añejo, lo bebían á todo pasto, en anchos y profundos tazones, á gaznate abierto y codo levantado, sin regla ni medida.

En tres años que tardó en parecer y volver a su casa aprendió a jugar a la taba en Madrid, y al rentoy en las Ventillas de Toledo, y a presa y pinta en pie en las barbacanas de Sevilla; pero con serle anejo a este género de vida la miseria y estrecheza, mostraba Carriazo ser un príncipe en sus cosas: a tiro de escopeta, en mil señales, descubría ser bien nacido, porque era generoso y bien partido con sus camaradas.

Obsequiole éste con queso nuevo y vino añejo, diole un pitillo del grosor de un dedo y en seguida violentándose, forzando su propio natural, le reprendió con la poca y tímida aspereza que su bondad, permitía, diciéndole: ¡Qué falta de religión... y qué vergüenza! ¡Trabajar en domingo!

No os apuréis por eso, amado sobrino díjole doña Inés, tendiéndole su propia copa, después de haber sorbido en ella dos o tres traguitos. Bebiose el joven el resto, y sintió mirando a su bella tía, que un fuego interno le abrasaba, como si el añejo Oporto fuera un filtro de amor.

Entonces el dominicano fray Gonzalo Jiménez, Guardián del Convento de Santo Tomás y Calificador del Santo Oficio, díjole con aparente mansedumbre: Ya tenéis blasón para hacer labrar a la puerta de vuestras casas. ¿Cuál sería, según vuesa Reverencia, señor Guardián? Anseres Capitolini, los famosos gansos del Capitolio; y no se dirá que os falta añejo abolengo.