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La numerosa servidumbre del palacio, engolfada en el trasiego de las cosechas, llegó casi a olvidar la angustia de aquella mañana en que el notario de Villazón entró solemnemente al despacho del amo, y llegando poco después muy descolorido el señorito Salvador, fueron avisados don Pedro y don Juan, con barruntos de testamento.

Era la más rica heredera de Villazón, y, tan abundante en bondad como en dineros, quiso dejarme en prenda de su cariño toda la fortuna que tenía. Doblemente rico, perdida la ilusión de la dulce vida quieta y santa que acaricié apenas, de nuevo me lancé a los placeres locos del mundo, lejos de mi solar.

En el palacio de Luzmela como en la posada de Villazón, el médico era siempre un hombre bondadoso y amable, de carácter tímido y vida sencilla. Había destinado para su uso las habitaciones de don Manuel, y en la casa se desenvolvían las horas serenas y blandas, mudas y lentas, igual que en los días postreros del hidalgo.

Entretanto, Salvador Fernández, médico municipal de Villazón, había trasladado su residencia desde la villa al pueblo gracioso y pequeño de Luzmela. En plena posesión del cuantioso legado del amigo, Salvador no había pensado ni un momento en cambiar de vida ni alterar en nada sus costumbres humildes.

Narcisa corrió a curiosearlos y se complació a la vista de unas elegantes telas de finos colores. Muy amable, dijo a su hermano: Has hecho compras, ¿eh? Y él, con su galante sonrisa, respondió: ; unos trajes para Carmencita. Por ahorraros molestias, yo mismo avisé a la modista de Villazón, que vendrá mañana para que la niña elija modelos. Narcisa se puso verde.

Callaba Salvador entristecido y confuso. Don Manuel miraba vagamente una nubecilla blanca que se deshacía en jirones leves, sobre el fondo gris de un cielo huraño. Volvióse hacia el joven, y le dijo de pronto: ¿Sabes que ayer estuvo aquí el notario de Villazón? El muchacho interrogó perplejo: ¿Estuvo? ; yo le había mandado decir que deseaba verle.