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Lo conocía por ciertas publicaciones de viajes, cuyas láminas representaban tropeles de caballos en libertad, indios desnudos y emplumados, gauchos hirsutos volteando sobre sus cabezas lazos serpenteantes y correas con bolas.

Eran escenas mitológicas y bíblicas; damas arrogantes, de abultadas carnes color de rosa, que comparecían ante guerreros rojos o verdes; enormes columnatas; palacios con guirnaldas de flores; cimitarras en alto, cabezas por el suelo, tropeles de caballos panzudos con una pata en alto: todo un mundo de viejas leyendas, pero con tintas frescas a pesar de los siglos, y entre franjas de manzanas y hojarasca.

Entretanto que esto pasaba, el de la hopa revolvía una al parecer como bolsa que divisó en el suelo, allí en el mismo sitio donde el usurero Antúnez se atrincheró, encorvándose y encogiéndose para no ser salteado por los tropeles del Canique.

El Tato no miraba estos planos de roble y nogal con tropeles de jinetes y racimos de soldados escalando los muros de las ciudades moras.

Veían pasar como un desfile fantástico todo el resto del ejército: batallones y más batallones, baterías, tropeles de caballos. Luego, el silencio, la noche, un sueño sobre el polvo y las piedras, sacudido por terribles pesadillas. Al amanecer eran despertados por los pelotones de jinetes que exploraban el terreno recogiendo los residuos de la retirada. ¡Ay! ¡imposible moverse!