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Velázquez había tomado la guitarra y preludiaba unas soleares. Todos callaban. De pronto Isabel soltó una fuerte risotada, que al guapo le produjo insoportable escozor. ¿De qué te ríes, hija mía? le preguntó con aparente calma. Pues me río de verte así, tan pacífico, con la guitarra sobre las piernas... Dispensa, hijo, no lo puedo remediar. Y soltó otra risotada.

El guitarrista y la cantaora que habían traído consigo no daban paz á los cantos de la tierra, malagueñas, seguidillas, polos, soleares, aunque sólo tres ó cuatro más filarmónicos los escuchasen en silencio. Pepe de Chiclana tuvo una idea feliz. ¡Que bailen los novios! gritó. Este grito halló eco en seguida entre los invitados. Eso está bien dicho. ¡Que bailen!

Entonces, aprovechando su ausencia, iba en busca del adorado instrumento y á solas y á oscuras en la cocina de su casa se daba un hartazgo de malagueñas, peteneras y soleares, mientras su buen padre, otro aherrojado como él, roncaba como un bendito allá arriba. Como estaba allí su grande amigo Nolo, se quedó un rato de tertulia mientras cenaban.

El canto de su querido le producía siempre efecto extraño que jamás se pudo explicar: la entristecía, le daba miedo; se ponía pálida, y siempre que era posible se escurría para no oirlo. Y no porque el guapo cantase mal, al contrario: sin poseer una gran voz, era extremado por su estilo para las seguidillas gitanas y soleares.