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¡Cállese usted! gritó, dirigiéndose a Pustochkina, el presidente . ¡No tiene usted derecho a hablar mientras no se le pregunte! Y viendo que otro miembro del Jurado se levantaba, preguntó: ¿Usted también quiere hacer una pregunta?

Las declaraciones de las señoras Pustochkina y Kravchenko, así como las confesiones de Karaulova misma, nos han trazado, de modo elocuente, el camino por donde ha llegado a esta terrible situación. Muchacha inexperta, ingenua, que acaba, acaso, de dejar la aldea, con sus alegrías sencillas e inocentes, cae en manos de un repugnante sátiro, y ve, horrorizada, que ha quedado encinta.

El miembro del tribunal que se encontraba a la izquierda del presidente le dijo por lo bajo: ¿Por qué no les pregunta usted a las demás mujeres? ¿Acaso tampoco querrán prestar juramento? El presidente tomó la lista de testigos y leyó: ¡Pustochkina! Usted también, a lo que parece, se ocupa...

El presidente se juzgó en el deber de apoyar al sacerdote: Perfectamente dijo . ¿Comprende usted? Basta creer en Nuestro Señor Jesucristo... ¡No, no! repuso firmemente Karaulova . Puedo creer todo lo que quiera; pero con este oficio... Si yo fuera cristiana, no haría las cosas que hago. Ni siquiera rezo. ¡Es verdad! afirmó su amiga Pustochkina . No reza nunca.

Su amiga no se opone a prestar juramento... ¿Y usted, Kravchenko? ¿Consiente? contestó con voz ronca, masculina, Kravchenko, una mujer alta y gruesa, con sotabarba. ¿Ve usted, Karaulova? Todas están dispuestas a prestar juramento. ¿No cambiará usted de opinión? Karaulova no respondió. ¿No quiere usted? No. Pustochkina le sonrió amistosamente.

El viejo, siempre severo, volvió a ocupar su asiento, y, ya sentado, dijo: Tienes razón: no eres cristiana. Por diez rublos perdiste tu cuerpo y tu alma. ¡Hay viejos que dan más de diez rublos! replicó, en defensa de Karaulova, su amiga Pustochkina . No hace mucho estuvo en casa un viejo muy respetable... como usted... El público soltó la carcajada.