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La gente alegre y ruidosa, los labradores, la chavalería de gorrilla y tufos o de falda almidonada y pañuelo de seda, seguía por el pretil del río mirando la larga fila de casetas, en las que se aburrían los feriantes esperando al comprador que nunca llegaba.

La plazuela estaba solitaria y el rojo ambiente del incendio hacía más lóbregas las calles inmediatas. Algunos chuscos arrojaban en la hoguera manojos de cohetes, que salían como rayos, culebreando su rabo de chispas, arrastrándose de una pared a otra y remontándose en caprichosas curvas hasta la altura de los balcones, para estallar con estampido de trabucazo. Los municipales no veían los cohetes, pues al fijarse en el aire matón de la chavalería que los disparaba, permanecían metidos en el portal, sordos y ciegos. Andresito pensaba que si alguno de aquellos rayos baratos le pillaba en su sitio, no le dejaría ganas en una temporada de ser frailecito blanco y llorar los desdenes de su hermosa; pero permaneció inmóvil. Irse de allí era renunciar a su venganza.

Vivía á pupilo en casa de los padres de la Charanga, una moza guapetona y descarada que llevaba revuelta á la chavalería de Gallarta, prefiriendo entre todos al hijo de un licenciado de presidio, un rebelde que iba de una á otra cantera despedido siempre por su insolencia, y que, en los bailes del domingo, llamaba la atención por su faja de guapo arrollada desde el pecho hasta las ingles, con un arsenal de armas oculto.