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Pero, ¿es que la Xuantipa estaba infiel al pobre Belarmino? Yo lo ignoraba. Ganas, quizás no le faltaban. Lo que digo es que, como Belarmino no sabía curar a su mujer, cuando la tenía, con jarabe de fresno, que no hay melecina mejor pa las mujeronas, pues, la fija, que su mujer le tenía a él siempre atosigao, y pa curarlo, pues, ya sabe usté, le ponía en los lomos cada cataplasma de estaca....

Una tarde que Emma le arrojó de su alcoba por haber confundido los ingredientes de una cataplasma ¡caso raro! , Bonifacio entró en la tienda de paños más predispuesto que nunca a la voluptuosidad de los recuerdos. Don Críspulo estaba en su asiento privilegiado. La viuda hacía calceta enfrente del relator. Ambos callaban.

No se había engañado: era el susto, la mala sangre que se le había subido al pecho y la ahogaba. Anduvieron toda una tarde las dos por las colinas vecinas buscando hierbas, y solicitaron de la mujer de Zarandilla los más disparatados ingredientes para una famosa cataplasma que pensaban preparar.

Usted manda en esta casa... es usted el ama, y me manda a , y si me pide una cataplasma hecha con picadillo de mi corazón, al momento se la hago. ¿Ya está usted con sus guasas? Y ahora me toca a pedirle un favor... Usted dirá. Esta noche traigo los dulces de la boda.

Le auxilió, solícita, con no pocos remedios: una cataplasma, en la mejilla, de estiércol seco y pulverizado; una infusión muy fuerte de aguardiente y huesos de escorpión; un pedazo de la piedra en que estaban escritos los diez mandamientos, y que Moisés rompió en su cólera. El estiércol aplacó un poco el dolor de Ben-Tovit, pero por breve tiempo.