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Aquél era el antro del vicio, el lugar donde las mujeronas de la opereta fumaban y bebían entre los hombres con los pies en un asiento o sobre el borde de la mesa... Y bastaba una ligera invitación de los amigos o parientes entregados a interminables partidas de poker, para que todas ellas se decidiesen a entrar con el mismo aire de encogimiento ruboroso y audacia pecaminosa que las había acompañado en sus visitas disimuladas a los cabarets y bailes de Montmartre. ¡Bueno es verlo todo!... Además, estaban de fiesta, la gran fiesta del viaje.

Ya no podía negársele que había mujeres que derrochaban tesoros para vivir entre lujos y deshonestidades; «mujeronas empingorotadas» que escandalizaban al mundo y se burlaban de la ley de Dios; mujerzuelas de más abajo que arruinaban a sus maridos por el vicio de ser tan escandalosas y desarregladas como las de más arriba; hombres que perdían a una carta en un instante la hacienda de todos sus hijos..., ¡y casi siempre la bambolla y la lujuria, de más cerca o de más lejos, danzando en los enjuagues del dinero y en las angustias del plazo!

Las tres mujeronas que habían ido en busca de la delincuente, pasaban de la huerta al patio por la puertecilla verde, huyendo despavoridas y dando voces de pánico. Sonó en dicha puerta el estampido de un fuerte cantazo. «¡Que nos mata, que nos matagritaban las tres, recogiendo sus faldas para correr más fácilmente por la escalera arriba.

La Esfinge lo parecía ya de verdad; y cuando se llega a ese estado de petrificación y de dureza, se vive una eternidad, y no se cuenta por años, sino por siglos, como para los monumentos de los Faraones. Hablando del suceso largamente, llegó a decir la Esfinge: Otra nueva trapisonda tenemos. Basta con oler la carta para convencerse de ello. Todas esas mujeronas huelen a lo mismo.

Así, cuando vio aquel cerco de semblantes fieros; cuando se vio amenazado por tantas manos e injuriado por tantas lenguas, desde la provocativa de las mujeronas hasta la severa y comedida del guardia civil; cuando notó la saña con que le perseguía la muchedumbre, en quien de una manera confusa entreveía la imagen de la sociedad ofendida, sintió que nacían serpientes mil en su pecho, se consideró menos niño, más hombre, y aun llegó a regocijarse del crimen cometido.

Guillermina cortó las dificultades, proponiendo que le llevaran a su casa. Se dieron órdenes a Estupiñá para que fuesen conducidas también al domicilio de la santa las tres mujeronas entre las cuales sería elegida, a toda conciencia, la que había de criar al mono del Cielo. Por la noche de aquel célebre día, hubo en la casa de Santa Cruz una escena memorable.

Era la criada de la casa. Doña Lupe odiaba a las mujeronas, y siempre tomaba a su servicio niñas para educarlas y amoldarlas a su gusto y costumbres. Llamábanla Papitos no por qué. Era más viva que la pólvora, activa y trabajadora cuando quería, holgazana y mañosa algunos días.

Pero, ¿es que la Xuantipa estaba infiel al pobre Belarmino? Yo lo ignoraba. Ganas, quizás no le faltaban. Lo que digo es que, como Belarmino no sabía curar a su mujer, cuando la tenía, con jarabe de fresno, que no hay melecina mejor pa las mujeronas, pues, la fija, que su mujer le tenía a él siempre atosigao, y pa curarlo, pues, ya sabe usté, le ponía en los lomos cada cataplasma de estaca....

Torquemada, echándose el de bondadoso, la hizo sentar á su lado y le puso la mano en el hombro, diciéndole: «Ya lo creo que nos arreglaremos.... Como que con usted se puede entender uno fácilmente; porque usted, Isidorita, no es como esas otras mujeronas que no tienen educación.

Estas razones no convencían a Barbarita, que seguía con toda el alma fija en los peligros y escollos de la Babilonia parisiense, porque había oído contar horrores de lo que allí pasaba. Como que estaba infestada la gran ciudad de unas mujeronas muy guapas y elegantes que al pronto parecían duquesas, vestidas con los más bonitos y los más nuevos arreos de la moda.