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Este auxiliar es, por lo general, un almacenero, que es el confidente de todos los artesanos y sirvientes de su barrió, un amigo desleal e infamemente codicioso, un pequeño negociante con apariencias de honorable, en fin, un individuó que a mansalva se informa de las peculiaridades de cada semejante, y las vende luego a los que inventarán el cuento apropiado para despojarlo, los que fabricarán la ganzúa que les franqueará el acceso hasta la caja anhelada.

Compra, por ejemplo, un paquete de cigarrillos y una caja de fósforos, diariamente y a la misma hora: el almacenero nota la singularidad y designa a su cliente con el mote de "el de los cigarrillos", llegando un momento en que ya el cliente no tiene ni necesidad de solicitar su consumo.

Fué su compatriota González quien, abandonando el mostrador del almacén, se encargó de todo lo necesario para dar sepultura á estos restos. Usted lo que debe hacer es irse á Buenos Aires repetía el almacenero . Don Ricardo y yo le sustituiremos aquí. En la capital trabajará usted por nosotros más que si se queda en la Presa.

¡Bueno, amigo!... ¡Me alegro!... ¡Estoy salvado!... Figúrese que necesito trescientos pesos por cuatro o cinco días para un compromiso, y un usurero a quien le llevé la prenda me dijo que ésta no era buena y que por ello, si me daba los pesos por cinco días, me cobraría cincuenta de interés. ¡Qué bárbaro! dice el almacenero, escandalizado, pero brillándole los ojos.

El almacenero la trae, la ven, la revisan, y luego se la devuelven y se retiran los amigos, después de un consumo moderado del "Oportito" famoso, o del "Coñaquito, capaz de despertar a un muerto". Y el cliente no vuelve a aparecer más por el almacén.

Este pequeño consumo a hora fija, establece una especie de intimidad entre el almacenero y su cliente, que, como es locuaz y comunicativo, le hace saber que es un funcionario de categoría elevada, más o menos en los ramos en que el almacenero pueda tener algún día necesidad de un buen padrino, o si no hombre de influencia en el círculo político dominante o con el comisario de la sección o con la comisión de higiene de la parroquia.

El almacenero acepta complacido la comisión, y al otro día le informa que la alhaja es riquísima y que puede valer como mínimum seiscientos pesos.

Siguió llamando apresurado, y al fin, a los golpes, vino el almacenero de la esquina, quien al encontrarse con el cura se sorprendió, y más al oírle decir: ¿Dónde está el enfermo? ¿Qué enfermo? El que vivía en este cuarto. ¡Si este cuarto no está habitado todavía!... ¡Hoy me lo alquilaron unos mozos, pero aun no han traído sino un catre!...

El almacenero, cansado de esperarlo, pone avisos en los diarios, llamándolo, si es muy amigo de formas legales, pero constatando con dolor, recién, que ignora, no solamente el domicilio del cliente, sino también su nombre y apellido. La duda le asalta y va a ver al joyero que le tasó la prenda, y éste le declara rudamente que no es la misma que le llevó la primera vez sino una imitación.

Iniciada la amistad, y luego intimada merced a la regularidad del consumo de la copita y el buen pago diario, con propina de los dos o tres centavos sobrantes y sin aceptar el fiado ofrecido, un buen día el hombre se saca un anillo con un gran solitario, o un rico reloj de oro, con cadena maciza y vistosa, y dice al almacenero: ¡Vea!... ¡Hágame el favor de hacerme tasar esta prenda con algún joyero de su confianza, algún amigo de conciencia!... ¡Tengo necesidad de saber exactamente su precio!