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Nada había podido apartarle del cumplimiento de su deber, y hasta había mostrado admirable entereza fuera de casa, donde la entereza, por grande que deba ser, basta con que dure un instante; pero en la casa, con la doméstica tiranía de una mujer dotada de voluntad de hierro, cuya presión es perpetua é incesante, D. Valentín no había sabido resistir, y había abdicado por completo.

M. Steimbourg creyó un deber presentar a su amigo a su familia. Condújole a Bieville, donde su padre se había hecho construir un chalet. M. L'Ambert fue recibido en él por un viejo muy verde, una señora de cincuenta años, que no había abdicado aún, y dos jovencitas extremadamente coquetas; y a primera vista advirtió que no entraba en una casa de fósiles.

Lo mejor era ver las cartas de la propia Germana; el duque no dejaría de satisfacer su siniestra curiosidad. El señor de La Tour de Embleuse era presa de una de esas pasiones finales que acaban con el cuerpo y el alma de los viejos. Todos los vicios que le dominaban desde medio siglo antes, habían abdicado en provecho de un solo amor.

Lo que pasa es que los alemanes no se han enterado aún del resultado de la guerra. Saben que su ejército ha sido vencido; saben que el Káiser ha abdicado; saben todo esto vaga y confusamente; pero no saben nada más. Dentro de veinte años, sin embargo, las cosas cambiarán radicalmente.

El amor materno encuentra alojamiento en todas partes; es un huésped sin prejuicios, que sufre la vecindad de las pasiones más bajas. Vive cómodamente en el corazón más depravado y en el alma más pervertida. La señora Chermidy derramó algunas lágrimas bien sinceras pensando que había alienado la propiedad de su hijo y abdicado del nombre de madre. Era verdaderamente desgraciada.