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Y eso les ayudaba a pasar las horas de un modo agradable. Hullin, que se había quedado solo frente a su lamparilla de cobre, ferraba los zuecos del anciano leñador; ya no se acordaba del loco Yégof; subía y bajaba el martillo clavando gruesos clavos en las recias suelas de madera, de una manera automática, por la fuerza de la costumbre.

El mozo de cuadra, calzados los zuecos y entonando una canción de su tierra, frotaba los arreos en la puerta de la cochera; y en una habitación de la planta baja, junto a una ventana, la doncella de la duquesa limpiaba cuidadosamente los vestidos con que su señora se había engalanado la víspera, mientras otras compañeras admiraban las ricas telas y los finísimos encajes que, desordenadamente puestos sobre el respaldo de un sofá, podían fácilmente ser vistos desde fuera.

Dos pajaritos extraviados, tiritando de frío, sin ver ningún punto sólido en que posarse, vinieron a descansar un momento sobre el paño de luto que cubría el féretro y que los portadores habían dejado en la saliente de una torrentera, mientras rompían con su cuchillo la nieve helada en sus zuecos de madera. ¡No por qué aquellos pobres pájaros extraviados, buscando asilo y socorro sobre un ataúd, me hicieron derramar lágrimas abundantes! ¡Aquello me recordó, sin duda, cuántas miserias y cuántas tristezas habían encontrado asilo en aquel corazón mientras tuvo vida!

La señorita Margarita murmuró algunas palabras, que no pude oir, con vivo pesar mío, lo confieso, y á las que su madre respondió: No te digo lo contrario, hija; pero no por eso es menos ridículo de parte del señor Laubepin. ¿Cómo quieres que un señor como éste vaya á correr con zuecos? Mira, Margarita, si le acompañaras á la habitación de tu abuelo...