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Actualizado: 10 de junio de 2025


Llegado que fue a casa del pintor franqueó la puerta dirigiéndose en derechura al taller donde encontró a Beatriz, presente su marido, ocupada en una labor de tapicería. Querido, vengo a darte un apretón de mano... porque no si volveré a verte antes de mi escapada a América... ¡Estoy tan ocupado!

La primera persona que María Teresa percibió, fue a Huberto, quien, semioculto detrás de una tapicería de Beauvais, no quitaba los ojos de la puerta de entrada. La joven se sintió lisonjeada al verse así esperada. Martholl avanzó hacia ella en el momento en que, habiéndose quitado el amplio abrigo de pieles, apareció, fresca y luminosa, con su vestido de tul pálido.

Frente por frente, en muy buena luz colocado, había un pulido bastidor de caoba, en que el tío Frasquito, nieto en el siglo XIX del prócer del siglo XVII, bordaba en tapicería unas preciosas babuchas.

Estaban ambos vestidos de terciopelo negro atrencillado con aforros de seda, y sólo sus rostros y sus manos recogían la claridad escasa de la penumbra. Un rayo de sol, turbio de corpúsculos, entraba tras una madera entreabierta, iluminando, sobre la pared del fondo, una gran tapicería que atrajo la mirada de Beatriz.

Coleccionaba sellos diplomáticos, bordaba en tapicería, tocaba desastrosamente la flauta y pronunciaba las erres de esa manera gutural y arrastrada, propia de los parisienses, que imitan en España algunos afrancesados elegantes, y es defecto natural en otros muchos, para quienes se inventó aquello de: «El perro de San Roque no tiene rabo, porque Ramón Ramírez se lo ha robado».

Palabra del Dia

rigoleto

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