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Actualizado: 6 de mayo de 2025
Tal consideración me avergüenza y humilla, en vez de llenarme de vanidad; y, aunque no sea de silfos, sino de hombres como yo, el público que ha de leerme, todavía le presento con grandísima desconfianza este escrito, que no he tenido reposo, ni humor, ni tiempo para hacer más breve.
En las veinticuatro horas de cualquier día se extiende la historia de los silfos, y es tan fecunda en revoluciones, cambios, guerras y progresos, como la nuestra en los mil ochocientos setenta y pico de años que median desde la Era cristiana hasta el momento en que escribo. Mis silfos tienen figura humana.
Yo entiendo que toda alma, todo pensamiento que informa un cuerpo, grande o chico, le da esta figura, por ser la más hermosa. La hermosura de mis silfos es tal, que si lográsemos fabricar un microscopio bastante poderoso para llegar a verlos, envidiaríamos a los varones y nos enamoraríamos desesperadamente de las hembras. Están muy adelantados en civilización.
Sus palabras van tan prontas, que en un segundo refiere un silfo una historia que el más conciso de nosotros tardaría tres o cuatro horas en contar. Todo lo que entre nosotros es extenso, es intenso entre los silfos.
En pos venían los silfos y las ondinas. Y luego las aladas salamandras extraían del escondido seno de las cosas una incomprensible virtud, de mayor ligereza que la luz y el fuego, rápida y potente como el rayo, y se la prestaban a los hombres para que iluminasen y moviesen con ella los seres inertes y obscuros y transmitiesen con instantánea y casi ubicua rapidez el pensar y el sentir, la palabra y el sonido.
Impidiendo o prohibiendo la cultura intelectual y la tolerancia, que es la cultura moral, las iglesias cristianas que llevaban en sí el cielo y el infierno, la civilización y la barbarie, suprimieron las posibilidades mentales para las partes superiores de sus propias doctrinas, y éstas quedaron incomprendidas, en letra muerta, mientras eran letra viva las partes inferiores durante los diez siglos de la era precientífica, en los que la civilización cristiana, con infierno y diablos, brujas, duendes, hechicheros y magos, íncubos, sucubos, silfos, gnomos, etc. con servidumbre, esclavitud y torturas, no se distinguía de la judía o la musulmana sino por su mayor ferocidad.
Yo creía que los franceses no gustaban más que de romances y de contradanzas. ¿Qué queréis, tío? respondió Arias . Los silfos de los jardines de Lutecia se han convertido en gnomos teutónicos de la Selva Negra. No por eso son más amables añadió la marquesa. Rafael, huyendo del mayor, se intercaló en los grupos que formaban los tertulianos.
Por fortuna, la excesiva pequeñez de los silfos y su agilidad portentosa los salvan de tales monstruos. Claro está que lo infinito es siempre lo infinito, así en la mente de un silfo como en la mente de un hombre.
Más allá, yendo contra la corriente de los tiempos, los silfos no ven claro; pero, si entre ellos hay un Darwin o un Haeckel, sin duda colocará la aparición de la primera monera del mundo silfídico a una distancia proporcionalmente mucho mayor. El concepto que forman del Universo es muy distinto del que formamos nosotros.
Ahora, que es verano, están en todo el auge de su grandeza. Lo mismo nos sucede a nosotros. ¿Quién sabe si habrá seres, en comparación de los cuales seamos nosotros lo que para nosotros son mis silfos? Y si alguno de estos seres llega a averiguar que existimos, como yo he llegado a averiguar que existen silfos tales, ¿no se reirá, o nos compadecerá, al ver que esperamos aún tan largo porvenir?
Palabra del Dia
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