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Actualizado: 12 de mayo de 2025
Después fue abrazando una por una a sus nuevas compañeras. Mientras duró esta escena, muchas de las señoras del concurso vertían lágrimas. El obispo dijo la misa solemne, y al concluir, todas las religiosas, incluso María, comulgaron. Don Serapio apenas cerraba boca. El órgano chilló, silbó y roncó con más brío que nunca, estimulado quizá por la competencia.
Los rostros son espejo de las almas, suelen decir, y si esto es cierto, ¿cómo no han de ser ustedes benévolas conmigo? El segundo piropo fue recibido también con risas de complacencia por las señoras. Los hombres continuaron sonriendo malignamente. A cantar, a cantar, don Serapio. ¡Pero si no tengo nada ensayado!... No sé cómo arreglarme para corresponder a tanta bondad... Además, estoy ronco.
Guardose por la reunión un silencio que siempre había sido el ideal de don Serapio, irrealizable como todos los ideales. María cantó varios trozos de ópera que le fueron pidiendo, sin hacerse de rogar. Cuando terminó, los aplausos fueron tan vivos y prolongados que la hicieron ruborizarse.
Como tú quieras. Bien, pues mañana, antes de comer, pasaré por aquí y lo haremos. Ambos callaron algunos instantes y atendieron al canto de don Serapio, que se lamentaba cada vez con acento más patético de la soledad y tristeza en que su dueño le tenía.
En dos o tres años entró un cargamento de novelas en el gabinete de la torre, y volvió a salir después de haber entretenido largas horas los ocios de nuestra joven, que puso a contribución para ellos no sólo la biblioteca de su padre y su bolsillo, sino también las librerías de todos los amigos de la casa. Don Serapio fue su primer proveedor.
La juventud de las puertas, siempre bromista, se empeñó en hacerle repetir la romanza; pero don Serapio tuvo bastante buen olfato para advertir que los aplausos juveniles no eran de buena ley, y se negó a complacerla.
En el masculino figuraban el médico de la casa, el señor de Ciudad, don Serapio, el ingeniero Suárez y otros cuatro o cinco pollastres que por lo simples e insignificantes no merecen especial mención. La tertulia no ocupaba sino uno de los ángulos del salón, si bien en ocasiones, cuando el juego lo exigía, se diseminaba por todo él, aunque momentáneamente.
La voz de don Serapio era poquita, pero desagradable, como decía un joven humorista de los que se arrimaban a las puertas. Nunca pudo averiguarse si era tenor, barítono o bajo.
Y fue a sentarse cerca de una de las infinitas señoritas de Ciudad. Ricardo permaneció algunos instantes clavado a la butaca sin mover siquiera un dedo. Después se levantó bruscamente y salió de la sala. Don Serapio, al fin, terminó de llorar ausencias de su dama, asegurando en una última fermata que, si tal estado de cosas se prolongaba, moriría sin remisión.
Palabra del Dia
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