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Actualizado: 18 de junio de 2025


De aquí el grande embarazo en que se vieron doña Luz y su amante apenas se dijeron que se querían. Doña Luz, sobre todo, no sabía qué hacer. Se sentía avergonzada de lo que había dicho, quería huir de las miradas de aquel hombre, y no se resolvía a huir, temerosa de que su fuga pareciese artificio o ridícula puerilidad impropia de una mujer de veintiocho años.

Era una gata juguetona y feroz prolongando la agonía del ratón caído en sus zarpas. En su cerebro hablaba una voz brutal, como si le aconsejase un homicidio. «¡De hoy no pasa!... ¡de hoy no pasa!...», se repitió varias veces, dispuesto á las mayores violencias para salir de una situación que consideraba ridícula.

A pesar de comprender que su indecisión no dejaba de ser algo ridícula, se llegó hasta ellas. Ambas, muy serias, le tendieron apenas la mano. ¿Adriana no está? Raquel miró a su compañera y respondió enrojeciendo: Creo que no... esta noche le fue imposible venir.

Y lo más extraordinario era que todos abominaban de la imaginación como de una facultad deshonrosa y ridícula. «Nada de ilusiones: hay que ver las cosas tales como son, y en el caso de exagerar colocarse en lo peor.

¡Señor Fígaro! un artículo de teatros. ¿De teatros? Voy allá. Yo escribo para el público, y el público digo para , merece la verdad: el teatro, pues, no es teatro: la comedia es ridícula: el actor A es malo, y la actriz H es peor. ¡Santo cielo! Nunca hubiera pensado en abrir mi boca para hablar de teatros.

No hay tal cosa dijo la marquesa ; tiene una señal en el pecho, es verdad; pero es en figura de rábano, un antojo que había tenido nuestra madre. Observad, doctor continuó Rafael , que mi tía desprestigia y despoetiza la historia de su querido hermano. ¡Un rábano en el pecho de un valiente, en lugar de una orden militar! Vaya, tía, ¿hay cosa más ridícula?

Volvía de esta expedición completamente modernizada; tan rabiosamente inoculada en lo que se ha dado en llamar buen tono extranjero, que se había hecho insoportablemente ridícula. Su ocupación incesante era leer; pero novelas casi todas francesas. Profesaba hacia la moda una especie de culto; adoraba la música y despreciaba todo lo que era español.

Pero a mi vez el demonio de la locura me arrastró tras aquel ¡y dale! burlón, a una pregunta que nunca debiera haber hecho. Oigame, María Elvira me incliné: ¿Vd. no recuerda nada, no es cierto, nada de aquella ridícula historia? Me miró muy seria, con altivez, si se quiere, pero al mismo tiempo con atención, como cuando nos disponemos a oir cosas que a pesar de todo no nos disgustan.

Hasta allí le había acompañado un sentimiento de despecho; la cólera de su orgullo varonil herido por el fracaso; el escozor de una situación ridícula. Pero ahora le atormentaba el remordimiento; sentía vergüenza de él mismo, deseaba empequeñecerse, desaparecer, como si una mirada iracunda le espiase en la sombra.

Después de mucho vacilar, el sargento le permitió volverse a su casa, aunque acompañado de un carabinero que averiguase si efectivamente alojaba en la posada que decía. Irritado por aquella aventura peligrosa y ridícula, se presentó al día siguiente en casa de la generala, sin tomar precaución ninguna, y la manifestó que no quería oír hablar de citas misteriosas.

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