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Me pareció que se había suspendido todo en , virtudes y defectos, cualidades buenas y malas, todo, todo, quedándome sólo una puerilidad infantil o una chochez repentina: no explicarlo... algo así como si estuviera hueca y no quedara de mi cuerpo más que el molde externo. Según me dice Jorge, te nombré varias veces: ¡Rosalía! ¡Rosalía! Ya ves que hasta en los delirios te tengo presente.

Se acabó de hacer la aguada, leña y sementeras: despaché al Cacique Negro con sus indios, habiéndole regalado aguardiente, harina, bizcocho y porotos, quedándome listo para por la mañana emprender mi viage al Rio Negro. Al anochecer vino á bordo el Cacique Negro, pretendiendo con fuertes instancias una carta para el Exmo.

Yo que esperaba que bajase el agua para pasar, probé en este intermedio el agua y la hallé casi dulce, y no quedándome la menor duda que por allí desaguaba el Colorado, ó á lo menos alguna porcion de él, tiré algunos tiros llamando al contra-maestre y marineros, los que volvieron, habiendo bebido agua dulce en el dicho rio.

Pasando junto a la casita del Cura, inmediata a la iglesia, le llamé desde abajo para saludarle, pues como nos habíamos visto y hablado ya varias veces, me sobraba franqueza con él para decirle que estaba más obligado por las leyes de la cortesía a la visita de don Pedro Nolasco que a la suya, no quedándome tiempo aquella mañana para dejar pagadas las dos; pero en lugar del Cura respondió a mis voces su ama, una vieja muy acartonada y envuelta cuanto de ella asomó por una ventana correspondiente a la cocina, en tocas y pañolones.

Ello parecerá increíble, pero llegamos, quedándome yo, sin embargo, en la duda de si habría andado el coche hacia la casa, o la casa hacia el coche; subimos la escalera, verdadera imagen de la primera confusión de los elementos; un Edipo sacando el reloj y viendo la hora que era; una Vestal, atándose una liga elástica, y dejando a su criado los chanclos y el capote escocés para la salida; un romano coetáneo de Catón, dando órdenes a su cochero para encontrar su landó dos horas después; un indio no conquistado todavía por Colón, con su papeleta impresa en la mano y bajando de un birlocho; un Oscar, acabando de fumar un cigarrillo de papel para entrar en el baile; un moro, santiguándose asombrado al ver el gentío; cien dominós, en fin, subiendo todos los escalones sin que se sospechara que hubiese dentro quien los moviese, y tapándose todos las caras, sin saber los más para qué, y muchos sin ser conocidos de nadie.