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La única defensa del que estaba debajo era clavar sus uñas, afilándolas con el pensamiento, en los brazos, en las piernas, en todo lo que alcanzaba del vencedor; y logrando alzarse un poco con nervioso coraje, trató de hacerle molinete para derribarle.

Las piernas, enjutas y al descubierto bajo unos pantalones arremangados, tenían la piel fresca y tirante de los miembros vigorosos. La blusa, abierta sobre el pecho, dejaba ver una pelambrera gris, del mismo color que su cabeza, cubierta con una gorra negra recuerdo de su último viaje a Liverpool , con una borla encarnada en el vértice y ancha cinta a cuadritos blancos y rojos.

Las piernas le temblaban levemente y se detuvo un instante para serenarse, llevando una mano á su pecho. Después de una revuelta, se le apareció la calle en toda su parte habitada, rectilínea y suavemente pendiente hasta desembocar en una de las avenidas de Monte-Carlo. No vió á nadie, y apresuró su marcha para deslizarse en Villa-Rosa antes de que asomase algún vecino.

El canto continuaba aún; el sudor comenzaba a correr por la cara del cantor; por momentos el escondido objeto iba adquiriendo forma y cuerpo, que elevaba el chal en su centro unas cuantas pulgadas del suelo. Era ya indudablemente el contorno de un pequeño pero perfecto cuerpo humano con los brazos y piernas abiertos.

No comprendía.... Pero de repente, el corazón le dio dos latigazos, y un sudor frío comenzó a correrle por la espalda: las piernas, cometiendo la bellaquería que solían en los casos apurados, se le declararon en huelga, como si huyeran solas del apuro. El físico, la parte material, le anunciaba un peligro de que su oscuro entendimiento no se daba cuenta todavía. Allí había algo serio; ¿pero qué?

Don José se levantó, anduvo como desconcertada máquina hasta un aposentillo interior donde tenía sus trastos, y tanteando con las temblorosas manos en la obscuridad, encontró una botella. Apuró del contenido de ella porción bastante, y al tratar de volver al sofá, las piernas le faltaron y cayó rodando en mitad del aposento.

Pues sepa vuesa merced que lo puede agradecer, primero, a Dios, y luego, a dos fuentes que tiene en las dos piernas, por donde se desagua todo el mal humor de quien dicen los médicos que está llena. ¡Santa María! -dijo don Quijote-. Y ¿es posible que mi señora la duquesa tenga tales desaguaderos?

Este harapo de paño color de escarlata, pues los años y las polillas lo habían reducido en realidad á un harapo, y nada más, después de examinado minuciosa y cuidadosamente parecía tener la forma de la letra A. Cada una de las piernas ó trazos de la letra tenía precisamente tres pulgadas y cuarto de longitud.

Puntas de hierro candentes le pinchaban por la espalda, las manos le temblaban como si le pidieran una estrangulación con que calmar sus ansias; un calor insoportable le subía de las piernas al cerebro. Las tinieblas se espesaban, le envolvían en una atmósfera tibia, sofocante, como si se hallase en un subterráneo.

Resultaban inútiles sus arrogancias y su propósito de «arrimarse». Ni sus piernas eran ligeras y seguras como en otros tiempos, ni su brazo derecho tenía aquella audacia que le hacía tenderse sin miedo, deseoso de llegar cuanto antes al cuello del toro.