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Actualizado: 10 de junio de 2025
Otra pequeñita, que arranca de ella, la pone en comunicación con la quinta. No hay en ésta, como ya sabemos, ningún parque a la inglesa o a la francesa, ni jardincitos, ni cascadas, ni grutas artificiales. Es una finca mitad de recreo, mitad de labor.
Cualquiera que le viese recorriendo lentamente, con las manos atrás y la cabeza inclinada hacia la izquierda, los arenosos caminos del Parque, diputaríale por un ocioso, un militar retirado, un propietario, algo, en suma, vulgar y hasta inútil en la sociedad. ¡Cuán engañosas son las apariencias!
Una hora lo menos pasó dando vueltas por el parque meditando en ellas, cuando al cruzar por delante del banco donde estuviera sentado con la niña se fijó en que el ramo de ésta aun permanecía dentro del cesto, como lo había dejado, y ocurriéndosele que no estaba bien allí quiso llevarlo a casa. A la primera sirvienta con quien tropezó le preguntó dónde se hallaba la señorita.
Según caminaba, el monte se hacía cada vez más ralo y más bajo: las robustas encinas se transformaban en chaparros. La naturaleza rocosa del terreno, oculta en el parque y en el bosque, se mostraba ya al descubierto. Las piedras asomaban por todas partes. Algunas veces veíaselas desprendidas y yacentes en enormes bloques unas sobre otras en perenne equilibrio.
Una dulce melancolía penetraba en su alma al contacto de aquellos sitios donde tan feliz había sido. Le parecía que su dicha no había muerto, que aún estaba allí guardada esperándola. Vagamente soñaba con ver surgir del parque la gran figura atlética de su marido y escuchar su risa sonora. No era posible, no, que todo aquello hubiera muerto para siempre.
¡Pero se esconde usted para salir! ¿Que yo?... Sí, usted... Ayer tarde salió usted del parque por una puertecilla... ¡Atrévase a negarlo! Ahora comprendo... Estas últimas indicaciones recordaron a Delaberge el incidente que otros hechos más graves le habían hecho olvidar; recordó la huida de aquel hombre desconocido a través de los campos y que de tal modo se parecía a Simón.
Al cabo de algún tiempo de dar vueltas y más vueltas sin saber por dónde andaba, con el cerebro encendido y el cuerpo convulso, al atravesar por uno de los parajes más recónditos del parque oyó detrás de un seto la voz y la risa de persona conocida. Asomó la cabeza por encima del follaje y pudo ver a sus amigos Cirilo y Visita sentados en un banco.
Aquella tarde bajó al parque, a la hora en que don Álvaro se había despedido el día anterior. «Veinticuatro horas hacía ya». Otras veces había estado días y días sin verle, y le parecía muy tolerable la ausencia y corta.
El parque se extendía a una y otra parte del Aubette, cuyas verdosas aguas rodeaban luego la casa y alimentaban las albercas construidas al pie mismo de las terrazas. La avenida de fresnos cuyo recuerdo tan bien había conservado Delaberge, conducía a una verja de hierro y después se continuaba más allá del puente de piedra echado sobre el riachuelo.
Siguió sentada en la silla y con la sien pegada al cristal, aturdida, llena de confusión y vergüenza como si ella fuese la culpable. Al cabo de algunos minutos, estando con la mirada fija, atónita, en el parque vió correr otra sombra con extraña velocidad hacia la casa. No pudo reprimir un grito de espanto. Quedó en pie como si la hubieran alzado con un resorte.
Palabra del Dia
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