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Actualizado: 13 de noviembre de 2025


Cierto día, aburrido de pasar el tiempo entre cuatro paredes, tomé el sombrero y me fuí de tertulia a la casa de don Procopio. Allí estaban los pedagogos y el P. Solís. No bien me vieron mis críticos se pusieron a sonreir como si de se burlaran, como si recordaran que me habían puesto de oro y azul en sus periódicos.

Miró las paredes del buhardillón, cubiertas en gran parte por multitud de estudios de paisajes, algunos con el cielo para abajo, clavados en la pared ó arrimados á ella. «Bonitas cosas hay todavía por aquí.

La historia lo ignorará siempre, ¡la Historia, la ignorante ineducable, la incorregible mentirosa! Un solo espíritu hay todavía bastante castizo para poder comprender y recordar el Hecho. Pero este espíritu vive ya retirado de los hombres, enfermo de nostalgia y de hipocondría, entre las cuatro paredes de su gabinete de estudio.

Entró, anegado en lágrimas el rostro, diciendo: «Yo no qué tiene la señora; yo no qué tiene esta casa, y estos niños, y estas paredes, y todas las cosas que aquí hay: yo no más sino que no me hallo en ninguna parte.

Por la estrecha ventana veo un patio con el brocal de un pozo desgastado, y en las paredes, empotradas, cuatro o seis columnas con capiteles dóricos. Llegan los postres. Este silencio tétrico en este casón vetusto antiguo convento , después de esta comida intragable, me apesadumbra y enerva.

Los salones tomaban un aspecto de almacén de antigüedades. Las paredes blancas parecían despegarse de las sillerías magníficas y las vitrinas repletas. Alfombras suntuosas y rapadas, sobre las que habían caminado varias generaciones, cubrieron todos los pisos. Cortinajes ostentosos, no encontrando un hueco vacío en los salones, iban á adornar las puertas inmediatas á la cocina.

También adornaban las paredes, allí donde cabían, cuadros de poco gusto, pero todos alusivos a las múltiples industrias que tienen relación con el comer bien.

Corrió por los pisos superiores sin saber lo que hacía, dando alaridos como una mujer de la tragedia griega, chocando con muebles y paredes, mesándose los sueltos cabellos, loca de sorpresa, de miedo, de repugnancia.... ¡Y aquel monstruo era su marido!... ¡Y habría de permanecer junto á él toda su existencia!... ¡Odette!... ¡Odette! seguía gimiendo abajo la voz humilde y dolorosa.

Febrer no era ya más que el conserje de su propia casa. Y también pertenecían a los acreedores los cuadros italianos y españoles que adornaban las paredes de dos gabinetes inmediatos; los muebles antiguos con sedas rapadas o rotas, pero de hermosas tallas; todo, en fin, lo que conservaba algún valor entre los restos de la secular herencia.

En el mismo instante en que la pasaba, el último rayo de sol desapareció detrás de las paredes de la casa y la sombra de los grandes tilos, que del parque se inclinaban sobre el camino, me envolvió tan bruscamente, que creí que había llegado la noche.

Palabra del Dia

aquietaron

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