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Actualizado: 15 de mayo de 2025
Nadaba en el río todos los días, á pesar de que ninguno de los que trabajaban en el hierbal osaba hacerlo, por miedo al «Tatita», ó sea al «Abuelo» en la lengua del país. Este «Abuelo» era un «yacaré», un caimán famoso por su tamaño desde el lugar donde se forma el río de la Plata hasta lo más alto del Paraná.
El espectáculo que entonces hirió su vista fué uno de los más hermosos, y sin duda el más sublime que pueden ver los humanos. Por toda la región que la vista abrazaba se extendía un mar de leche, ligero y fluido, que cerraba por entero el horizonte. Sobre este mar resplandecía la esfera luminosa del firmamento, donde nadaba el sol, arrastrando con orgullo su majestuosa cabellera de oro.
Quizás ni aun sus pies tocaban la cubierta del vapor. Tal era su ligereza que volaba en vez de marchar, y cuando por casualidad se dormía soñaba que nadaba en el aire. Cuando el buque fondeó en el puerto era noche cerrada, y ya habían dado las nueve cuando los pasajeros y sus equipajes llegaron a tierra.
El cangrejo corrió por las piedras, abrigándose en sus sinuosidades. El pulpo ya no nadaba; corría también como un animal terrestre, subiendo por las rocas con sus garras armadas, que le servían de aparatos de locomoción.
Una estrella nadaba con lácteo fulgor en la bruma suave del crepúsculo. Sonaban lentas y melancólicas las esquilas de invisibles rebaños; ladraban al borde del camino los perrillos de las huertas; chirriaban a lo lejos los carros; comenzaban a iluminarse las ventanas de las casas rústicas esparcidas en aquellas tierras de labor que alternaban con los solares.
A quince varas de distancia, sobre el agua, veía su rizada cabeza. Nadaba rápidamente, y sin esfuerzo, al paso que yo, cansado y resentido de mi herida, no podría alcanzarle. Nadé algún tiempo en silencio, pero al verle doblar el ángulo del castillo, le grité: ¡Alto, Ruperto! Dirigió una mirada atrás, pero siguió nadando.
El sol nadaba sereno por el espacio haciendo brillar la seda de los vestidos, el carmín de las mejillas, el azabache de los ojos. Por doquier reinaba el júbilo. El ambiente, cargado de perfumes, de colores y reflejos, vibraba con los dulces sones de las músicas, con los cantos, con las risas, con las palabras de amor.
En sus intersticios y oquedades, las plantas se agitaban con una vida animal y las bestias tenían la inmovilidad de los vegetales y las piedras. La barca parecía flotar en el aire, y á través de la atmósfera líquida que envolvía á este mundo del abismo iban bajando los anzuelos, y un enjambre de peces nadaba y coleaba al encuentro de la muerte.
Palabra del Dia
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