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«¡Ya llega, ya llegamurmuraban los socios del Casino apiñados en los balcones, codeándose, pisándose, estrujándose, los músculos del cuello en tensión, por el afán de ver mejor el extraño espectáculo, de contemplar a su sabor a la dama hermosa, a la perla de Vetusta, rodeada de curas y monagos, a pie y descalza, vestida de nazareno, ni más ni menos que el señor Vinagre, el cruelísimo maestro de escuela.

El maestro de escuela, hombre leído y que sabía de memoria el Romancero, recordó a este propósito, hablando a la oreja de un concejal, el efecto que hizo entrada semejante en la ermita de San Simón de cierta niña sevillana, alborotando hasta a los monagos y a los sacristanes, quienes en vez de decir amén, decían amor, amor. Tan disparatado triunfo no cogió de susto a doña Inés.

Aquí se paró el escritor, mil veces desdichado, porque se le acabaron las ideas; y no pudo decirla verdad al país, porque su imaginación no se apartaba de Juanita, de la impertinente y mojigata mamá, de los clerizontes y monagos que influían en la casa, de los carneros, bueyes, cabras y asnos del futuro Marqués de los Cuatro Vientos.

El sacristán, ayudado de tres monagos, las dos demandaderas de convento y un marica de la población, célebre por su pericia en vestir los santos, armaban un trajín insoportable sacudiendo con zorros y plumeros los retablos de los altares.

La ordenada turba de monagos, clérigos, cofrades, archicofrades y penitentes seguía desfilando. La gorda y su hermano se hacían lenguas cada vez que pasaba un estandarte, una cruz. El codo de Lázaro tocaba el codo de la devota, y ésta tenía cruzadas las manos, y la cabeza inclinada á un lado, porque sin duda le halagaba el suave roce de las adelfas.