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Déjela, déjela me decía casi al mismo tiempo la rozagante Mari Pepa, arrojando el último de sus abrigos flotantes sobre una silla, encima de los que acababa de arrojar Lituca ; déjela que entre y salga cuando quiera, que es bueno jacerse a todo, como ella se irá jiciendo, porque la conozco bien. Al que hay que tener a raya sobre ese punto, es al mi padre.

Pero en lo tocante a Lituca, no enmendaba una tilde de lo convenido. Era de lo más mono y hechicero que podía buscarse en estampa y en carácter de mujer; y además, lista y sensible y buena, sin contar lo de hacendosa y hábil. Gran barro, indudablemente, para formar una compañera a su gusto un Adán como yo, en un paraíso de la catadura de Tablanca.

No es el hombre onza de oro que a todos guste por igual, aunque tenga muchas a buen recaudo, como yo las tenía entonces; y podía suceder muy bien que Lituca no gustara de por especiales razones... y hasta por estar prendada de Neluco sin que éste lo supiera, pues todo cabía en el campo de los supuestos verosímiles.

También le dolía en el alma una separación así, sin despedida; pero no tenía valor para intentarla, y nosotros nos guardábamos muy bien de estimularle a vencer sus resistencias: al contrario, le manteníamos en ellas pintándoselas como muy justificables, y encomendábamos a los que de ordinario le acompañaban en la cocina la caritativa labor de entretenerle y animarle, como hacíamos a menudo el médico y yo con Mari-Pepa y Lituca, que no le perdían de vista ni desconocían la importancia de aquella crisis excepcional, a una edad y un temperamento como los suyos.

Como se dicen otras, Lituca... Pues ya se lo dije endenantes, y bien a las claras. Y bien a las claras respondí a usted que aquello era pedir imposibles. Pues eso mismo pido... eso mismo deseo ahora. Pues no concuerda esa respuesta con mi pregunta. Allí se trataba de vivir como ahora vive usted, y aquí se trata de vivir de otra manera muy distinta. Pues llámelo hache, con todo y con ello.

Todo les parecía poco para borrar los estragos de los recientes barullos y desconciertos y «vestir» la casa al tenor de lo que pedía el extraordinario suceso que se aguardaba; todo lo desordenado en ella volvió a ordenarse, y todo quedó como nuevo, particularmente el cuarto de mi tío... Recuerdo mucho que al andar en la faena de «desfigurarle» con el trastorno de su mueblaje, me dijo Lituca, sin volver la cara hacia ni hacia su madre que la ayudaba, ni suspender un instante su trabajo: Pues, con la venia de usté, don Marcelo, dígole que si esto fuera cosa mía, no lo tocara yo más que para asealu.

Después me atreví a apuntarle la idea de sujetarme al terruño con los lazos del matrimonio, y la conveniencia, a mi juicio, de elegir por compañera una mujer como la que le pintaba por ejemplo, copiando las condiciones de Lituca.

Lloraba Mari Pepa y sollozaba Lituca mientras colocaban sobre él todas las medallas y reliquias que había en casa con indulgencia plenaria para la hora de la muerte; lagrimeaban callando muchos de los que habían acudido de la cocina con el monago; rezábamos todos respondiendo a las oraciones del Cura, y en los intervalos de silencio se oían a la vez el respirar estertoroso y agitado del agonizante, y el zumbido del temporal entre las espesuras y cañadas de los montes.

Sabía Lituca ya, por consejo mío, hallar la perspectiva de esos cuadros mirándolos por el embudo hecho con una mano; y mirando así aquel interior, se quedó maravillada y prorrumpió en las exclamaciones más extremosas. Conocía yo aquel teatro y aquel drama, y había visto a mi sabor la realidad de aquella pintura que tanto le entusiasmaba.

Cuando llegué al cuarto de mi tío, ya se habían apoderado de él y de sus aledaños Lituca y su madre, y enviado a Facia a sus ordinarios quehaceres, por no ser necesaria allí su presencia por entonces.