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Actualizado: 5 de julio de 2025


Cuando ya Tremontorio juzgaba excesiva la soledad de su buhardillón, pues la vecindad de Bolina era una necesidad para su alma, aunque él creía otra cosa, antojósele al propietario derribar la casa y construir otra capaz de más lucidos inquilinos; con lo cual, el célibe pescador trasladó sus penates á una bodega de la calle del Arrabal, donde vivía desde entoces, dedicando, como de costumbre, á hacer redes primorosas, todo el tiempo que le dejaba libre la lancha en que tenía una soldada.

No puede establecerse en un portal sin previo permiso de los inquilinos; pero como regularmente es un infeliz, cuya existencia depende de las gentes que conoce ya en el barrio, ¿quién ha de tener el corazón tan duro para negarse a sus importunidades?

La viuda de Jáuregui no hacía gran sacrificio, y su determinación estaba calculada con habilidad, pues como una de las vecinas le dijera que Guillermina pensaba echar un guante al día siguiente para atender a las apremiantes necesidades de algunos inquilinos de la casa, doña Lupe pensó de esta suerte: «Con quedarme a velar, cumplo; y eso del guante no va conmigo, porque en todo el día de mañana no aparezco por aquí, ni a media legua a la redonda».

Recostada en la silla, gozaba beatíficamente del triunfo, exponiendo a la admiración de los inquilinos de las lunetas el cuerpecillo ajustado, púdico, la línea fugitiva que se elevaba desde la cintura al hombro, el gracioso manejo de abanico, el movimiento delicado con que subía los gemelos a la altura de las cejas.

El capitán de vida novelesca iba á quedar convertido en un propietario de casas, sin conocer otras luchas que las que sostuviese con sus inquilinos. Tal vez, por huir de una existencia vulgar, dedicase su fortuna á la navegación, único negocio que conocía bien.

El habilitado del clero, allí presente, hombre de prodigiosa memoria, recordaba uno por uno los inquilinos de todos aquellos edificios tristes y sucios, grandes caserones de dos pisos. «Las de Gumía habían muerto en la Habana, donde era el año cuarenta y seis magistrado el marido de la mayor; en el piso segundo de la casa grande de Gumía habitaba el secretario del Gobierno civil, que se llamaba Escandón, era gallego, muy buen poeta, y se había suicidado en Zamora años después, porque siendo tesorero se le había hecho responsable de un desfalco debido al contador.

Sin embargo, sus temores, que entónces ni siquiera sospecharon los inquilinos, eran injustos y probaban que la maestra de niñas sabía más de lo estrictamente necesario para dar buena educacion á unas cuantas señoritas.

Que sube el oro, que quiebra Schlingen, que se dan de palos en la Bolsa, que los emigrantes se van, que la carne está cara, y los alquileres suben, y los inquilinos no pagan... ¡el Gobierno tiene la culpa!

Y entre el silencio y la calma nocturna, se alzaba tan severa, tan penetrada de su importante papel comercial, tan cerrada a los extraños, tan protectora del sueño de sus respetables inquilinos, que la Tribuna sintió repentino hervor en la sangre, y tembló nuevamente de estéril rabia, viendo que por más que se deshiciese allí, al pie del impasible edificio, no sería escuchada ni atendida.

El habilitado del clero siguió pasando revista a los inquilinos del año cuarenta; de aquella enumeración melancólica de muertos y ausentes salía un tufillo de ruina y de cementerio; oyéndole parecía que se mascaba el polvo de un derribo y que se revolvían los huesos de la fosa común, todo a un tiempo.

Palabra del Dia

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