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Actualizado: 23 de junio de 2025
Empleaba largos preparativos para colocar los brazos de modo que hiciera la fuerza suficiente para levantar el columpio a pulso.... Al intentar el primer esfuerzo, que desde luego reputó inútil, pensó en la cara que estaría poniendo el Magistral. ¡Aúpa!... gritó abajo Visitación para mayor ignominia.
Su pecado, su ignominia, eran las raíces que la retenían en aquel suelo, que había llegado á convertirse en el hogar permanente y final de Ester. Todos los otros sitios del mundo, aun aquella aldea de Inglaterra donde corrieron su infancia feliz y su juventud inmaculada, se habían convertido en cosas extrañas.
Los que la habían conocido antes y esperaban verla abatida y humillada, se sorprendieron, casi se asombraron al contemplar cómo brillaba su belleza, cual si le formaran una aureola el infortunio é ignominia en que estaba envuelta. Cierto es que un observador dotado de sensibilidad habría percibido algo suavemente doloroso en sus facciones.
El deber de la disciplina y del honor ¿se extenderá hasta un sacrificio inútil? ¿No seria mejor abandonar el puesto, excusarse á los ojos del jefe con lo imperioso de la necesidad? «No, responde su corazon generoso; esto es cobardía que se cubre con el nombre de prudencia. ¿Qué dirian tus compañeros, qué tu jefe, qué cuantos te conocen? ¿la ignominia ó la muerte? pues la muerte, sin vacilar, la muerte.»
Declaró pues al baron que se iba á casar con su hermana; pero este dixo: Nunca consentiré yo en semejante vileza de su parte, y tamaña osadía de la tuya, ni nunca no podrán echar en cara tal ignominia. ¿Con que los hijos de mi hermana no podrán entrar en los cabildos de Alemania? No, mi hermana no se ha de casar, como no sea con un baron del imperio.
Mientras Ester permanecía dentro de aquel círculo mágico de ignominia donde la crueldad de su sentencia parecía haberla fijado para siempre, el admirable orador contemplaba desde su púlpito un auditorio subyugado por el poder de su palabra hasta las fibras más íntimas de su múltiple sér. ¡El santo ministro en la iglesia! ¡La mujer de la letra escarlata en la plaza del mercado! ¿Qué imaginación podría hallarse tan falta de reverencia que hubiera sospechado que ambos estaban marcados con el mismo candente estigma?
Aun en el caso de que imaginara un medio de vengarme, ¿qué podría servir mejor para mis fines que dejarte vivir, y darte estas medicinas contra todo lo que pudiese poner en peligro tu vida, de modo que esa candente ignominia continúe brillando en tu seno? Al hablar así, tocó con el índice la letra escarlata, que parecía abrasar el pecho de Ester como si hubiera sido en efecto un hierro candente.
Por el contrario, respecto al ministro existía el férreo lazo del crimen mutuo, que ni él ni ella podían romper, y que, como todos los otros lazos, traía aparejadas consigo obligaciones ineludibles. Ester no ocupaba ya precisamente la misma posición que en los primeros tiempos de su ignominia. Los años se habían ido sucediendo, y Perla contaba ya siete de edad.
Es esta en tanto grado, que llamándoles antes con nombre de Judíos y quejándose ellos de la ignominia, se prohibió el llamarles así; mas luego les sacaron el nombre poco menos afrentoso de chuietas, con que les improperan por ironía, que no comen tocino.
Su seno, con el signo de ignominia que en él lucía, puede decirse que era el regazo donde podía reposar en calma la cabeza del infortunado. Era una hermana de la caridad, ordenada por sí misma, ó mejor dicho, ordenada por la ruda mano del mundo, cuando ni éste, ni ella, podían prever semejante resultado. La letra escarlata fué el símbolo de su vocación.
Palabra del Dia
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