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Tal creyó Bermúdez de Castro , y de creer es que Gaspar Burces, como cualquiera otro de los que amagaron á la vida del prófugo, obedecían al interés del lucro combinado con el de hacerse perdonar delitos propios, mientras que la credulidad resiste cuentos como el de la hermosaza, galanaza, gentilaza, muy dama, que, perdida de amor, vino á confesar á Pérez la celada que le tendían , ó los más cautelosos en que atribuye el interesado á D. Juan de Idiáquez y al Rey los intentos de borrarle de la lista de los vivos, por mayor realce de aquellos relatos de persecución nunca vista, de infortunios sin igual en monstruo de la fortuna, que le servían de pasaporte y bordón de peregrino.

Hice la promesa requerida, y con una sonrisa muy triste, nunca he visto en la cara de un hombre una sonrisa más triste, dijo el Dr. Idiáquez lentamente: Los glóbulos marcados "A" se componían de agua y azúcar; los marcados "B" de azúcar y agua. La familia Hernández de Sandoval, opulenta hace diez años y hoy casi en la miseria, era una de las más respetables de la ciudad de México.

Repentinamente, no qué impulso hizo fijar mi vista en una pequeña placa de metal sobre la puerta de una sucia habitación. Leí el letrero: "Dr. Idiáquez, homeópata", y casi sin pensar en lo que hacía, penetré en la casa y subí la destartalada escalera. El Dr. Idiáquez era un hombre vulgar y demacrado, y su consultorio una guardilla sucia y miserable.

D. Rodrigo de Mur, señor de la Pinilla, acompañado de un criado y de un fraile vizcaíno, de nombre Mateo de Aguirre, aparecieron en París, despachados por D. Juan de Idiáquez con expreso fin de matar al ex-Secretario de D. Felipe.

De qué iba á tratar; cuál era la comisión que de D. Juan Idiáquez se le suponía; por qué con tanta insistencia pretendía una entrevista, podrá entenderse por cartas cifradas que al mismo Secretario Idiáquez envió el Encargado de Negocios de España, D. Diego de Ibarra, al tener noticia inexacta de la llegada del proscripto.

Las pruebas no son de aquéllas que desvanecen dudas, no ya en asunto tan grave para el desdichado D. Rodrigo de Mur, para la opinión del Secretario de Estado D. Juan de Idiáquez, y por ende de su amo, sino para cualquiera que interesara á la historia.

Por fin llegó el ansiado viernes, y efectivamente, libre de todo sufrimiento físico y moral, subí la destartalada escalera que conducía al consultorio del Dr. Idiáquez. Este me recibió afablemente, y me aseguró que mi curación era definitiva. Ese día compré un busto de Hahnmann y lo coloqué en lugar prominente de mi biblioteca.

Ambos me recordaron, enseguida, la escena del boticario en «Romeo y Julieta». Expuse mi mal y la opinión de los facultativos a quienes consultara, y el Dr. Idiáquez me escuchó con la mayor atención.

Inútil me parece decir que la noticia de mi rápida curación se extendió por todo el país, y el nombre del Dr. Idiáquez en seguida se hizo célebre. De allí en adelante, efectuó las más sorprendentes curaciones, y al cabo de poco tiempo, reunió una fortuna considerable.

Dos hilos de sangre negra manchaban su labio superior, y tenía la mano izquierda crispada contra el pecho. Como ya murió el célebre homeópata Dr. Idiáquez, puedo divulgar el secreto que me impuso bajo mi palabra. Hace precisamente diez años que principió la extraña dolencia que motivó mi visita a aquel facultativo, y cuya rápida curación fué el primer escalón de su fama.