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Actualizado: 22 de junio de 2025
Pues bien, yo no soy hombre que le tenga miedo a la lluvia dijo el herrador . Hará mal efecto cuando el juez Malam sepa que se nos ha hecho una denuncia a gentes honorables como nosotros, y que no hicimos nada para atenderla. Pero, con gran espanto del herrador, la proposición que él hiciera de ser suplente de constable levantó una objeción de parte del señor Macey.
Entonces, si soy yo el nombrado suplente, iré con vos, maese Marner, y examinaré el sitio. En caso de que alguien quiera contradecir esto, le agradeceré que se ponga de pie y lo diga con franqueza. Con este discurso importante, el herrador había recuperado su propia estima, y esperaba que se le designara como uno de los hombres más sensatos.
El propio herrador no rechazaba esta opinión; por el contrario, la consideraba como particularmente suya, e invitó a toda persona valiente entre los que estaban presentes a combatirla.
Tomasuelo podía entrar cuando se le antojase en casa del tío Gorico, ver á Nicolasa, requebrarla, mirarla con amor, acompañarla cuando salía; en suma, servirla y cuidarla, sin que nadie fuese osado á censurar lo más mínimo. Aunque entre Nicolasa y el hijo del herrador no había el más remoto grado de parentesco, Nicolasa había preconizado á Tomasuelo por su hermano.
¿Era una vaca colorada de Durham? dijo el herrador, reanudando el hilo del discurso después de varios minutos. El herrador miró al tabernero y el tabernero miró al carnicero, como que era la persona que debía asumir la responsabilidad de la respuesta. ¿Era colorada dijo el carnicero, con una voz de falsete alegre, pero ronca y era sin duda una vaca de Durham?
Según informes adquiridos y comunicados por don Paco, Antoñuelo por nada del mundo diría el nombre y la condición del forastero que había cometido con él el delito. Por otra parte, aunque Antoñuelo le delatase, de nada valdría esto para recobrar los ocho mil reales por medio de la Justicia, sin envolver en el proceso al hijo del herrador y condenarle y perderle.
Detrás de él, hacía el cochero restallar con fuerza su látigo y allá en el fondo del valle se oía el pausado martilleo de un herrador; durante los intervalos de silencio se percibía, como sones de pífanos invisibles, el canto de las alondras. Poco a poco todos estos rústicos rumores fueron despertando en el alma del inspector general el recuerdo de cosas desde largo tiempo adormecidas.
Fué á su pueblo, y al entrar en él lo primero que vió fué la venerable efigie de don Pablo Bragas, que le saludó con un pomposo arqueo de cintura. Junto á él estaban el alcalde, el cura y lo más notable de Ateca, incluso el herrador. Bragas sacó un papel del bolsillo y leyó un discurso, mitad en latín y mitad en castellano, que aplaudieron todos menos el obsequiado.
Palabra del Dia
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