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Ramoncita formaba tertulia aparte con otras damas que frisaban como ella en los treinta, y no consentía que ningún pollo viniese a interrumpirlas. Su conversación era siempre animada, y juzgando por la seriedad con que la tomaban, importantísima.

El simpático doctor, sentado enfrente del conde, formaba con él un contraste singular. El señor Le Bris era lo que se llama un muchacho guapo. Quizá le faltaban un centímetro o dos para llegar a una estatura regular, pero era bien proporcionado. No tenía cara de tonto ni mucho menos, pero no si su nariz era del todo correcta.

Para volver al castillo, tenía por costumbre, dejando los caminos principales del bosque, tomar uno que él llamaba de Diana, y que acortaba la distancia. Atravesaba un espeso bosque que formaba recodo con el antiguo parque, y del que debía hacerse un jardín; mientras tanto, permanecía inculto y formaba un bosquecillo tupido y solitario.

Cuando recordaba cuán estrecha había sido nuestra amistad, me quedaba sorprendido, y hasta un poco disgustado, de ver que me había ocultado la existencia de estos dos hombres. Por mucho que sintiera tener que pensar mal de un amigo muerto, no podía evitar que me asaltara la sospecha de que su relación con estos individuos formaba parte de su secreto, y que este último era algo deshonroso.

Todo esto formaba ya un conjunto de conocimientos, un sistema entero, informando una civilización italiana y católica.

En esto pensaba la pobre Herminia mientras la señorita Guichard, incapaz de dominar su agitación, se paseaba por el salón, con las manos en la espalda y el cuerpo inclinado, en una postura meditabunda, digna de Napoleón. Una tempestad formidable se formaba desde la víspera en su cerebro.

En el siniestro lado tenía una grande y muy negra verruga, que asemejaba un exvoto puesto en el altar de su cara por la piedad de un católico. El cuerpo formaba gran armonía con el rostro; y en sus manos pequeñas, coloradas y gordas, resplandecían muchos anillos, en los que los brillantes habían sido hábilmente trocados por piedras falsas. Echemos un velo sobre estas lástimas.

Por la noche fuí al castillo, la señorita Laroque me acogió con ese aire de indolencia desdeñosa, de distracción sombría y de amargo fastidio que la caracteriza habitualmente, y que formaba entonces un singular contraste con la graciosa bondad y la festiva vivacidad de mi matinal compañera.

En el restorán Babilonia, el doctor Chevirev era considerado como un viejo cliente, que casi formaba parte de la casa, y como un personaje importante, que ocupaba el primer lugar después del dueño del hotel. Conocía por sus nombres a todo el personal, así como a todos los miembros de la orquesta y a todos los cantores y cantatrices rusos y bohemios.

Gabriel veía en ella la dulce oración petrificada subiendo recta al cielo, sin sostenes ni apoyos. La piedra blanda servía para las labores arquitectónicas; otra piedra más blanda aún formaba las bóvedas.