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Detuvo el paso y recostose en el muro frontero. Una de las mozas era muy blanca y garrida. Con el cántaro en la cadera, y apoyando el vientre contra el duro granito, estirose con ansia hasta recibir en la boca el largo beso del agua. Cuando se irguió de nuevo, su empapado corpiño mostró los hombros y los pechos como si estuviesen desnudos.

Después de un corto momento de inquietud, respiró... nadie, evidentemente nadie, había notado que él dormía. Enderezose, estirose prudente y lentamente... ¡Se había salvado!... Un cuarto de hora más tarde, las dos hermanas acompañaban al cura y a Juan hasta la pequeña puerta del parque, que daba a la aldea, a un centenar de pasos del presbiterio.

El mancebo echó, al pronto, una mirada a sus vestidos, estirose las calzas, apretose las agujetas del jubón, pidió a su madre una lechuguilla fresca; y luego, un espejo, un peine y un bote de unto para aderezarse el cabello. Hizo esto último con visible complacencia, hermoseando la expresión ante su propia imagen. Faltábale alguna joya.

Vio, además, que tenía los puños de la chambra hechos un trapo, remojados de lágrimas, y la falda sembrada de hilitos de hacer labor. Se recorrió maquinalmente con ambas manos, sacudiendo los cabos de hilo, y estirose algo los puños, mientras llegaba a la puerta. En ésta vaciló aún; pero la media obscuridad que ya reinaba le dio ánimos.

¿Quién es ese goven? preguntó a Diógenes. ¿Goven?... ¡Polaina!... Dos años me lleva a , y tengo sesenta y tres; conque ajuste usted la cuenta. Estiróse la cara de pasmo perpetuo de sir Roberto, y Diógenes acrecentó su asombro, añadiendo muy serio: Ahí, donde lo ve usted, lleva en el cuerpo treinta y dos cosas postizas. ¡Oh, señor de Diógenes! Usted estar un andaluz muy crecido...

Estiróse preliminarmente el señor Alonso del Camino, se levantó, se acercó á la mesa, se apoyó en ella y miró con el aspecto de la mayor atención al confesor del rey, que leyó lo siguiente: «Nuestro muy respetable padre fray Luis de Aliaga: Os enviamos con la presente á un hidalgo que se llama Juan Martínez Montiño.

Por fin, se incorporó; y la empapada cabellera estirose fuera del agua, rígida, pesada, rumorosa, al modo de las algas, cuando la ola desciende.