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Actualizado: 27 de julio de 2025
Se veía a él, pobre niño, enteco y enfermizo, pasando dos y tres horas arrodillado en la iglesia, sin gustar jamás el placer de correr al aire libre como los hijos de los miserables pescadores, sin tener un compañero con quien comunicar sus inocentes pensamientos. Un día igual a otro. El cielo siempre plomizo. La mar bramando tristemente en las peñas.
Su tardío matrimonio y algunos quebrantos de fortuna, que por la baja repentina de los fondos públicos había experimentado, dieron con él en la sepultura. El fruto de esta unión desacertada fue un niño menudo y enteco, que se crió trabajosamente a fuerza de mimos y cuidados.
¡Virgen mía! no, hija... vivir para servir a Dios... cumpliendo su voluntad.... Hasta luego, ¿eh? Cuando Lucía bajó al jardín, pareció éste a sus ojos fatigados de llorar, menos enteco y árido que de costumbre. Las yucas alzaban su cabeza majestuosa, perpetuamente coronada; las hiedras exhalaban leve aroma campesino, siempre más grato que el tufo de la cera.
Llegó al fin el alumbramiento, y encomendándose á Dios y á cierto comadrón que había en Ateca, hombre de gran ingenio, dió á luz un niño, el cual no entró en el mundo con señales de elegido entre los elegidos, sino tan flaco, enteco y encanijado, que no parecía sino que su madre, distraída en aquel perpetuo soñar de coronas y tiaras, había apartado su organismo de la nutrición del muchachejo.
Acudió a su lado el seminarista, enteco por naturaleza y extenuado por los ayunos y las maceraciones; y solos, tristes y doloridos los dos en el caserón de Peleches, muriéronse en pocos meses uno tras otro, después de testar en común a favor de Alejandro; y no por aborrecimiento a Lucrecia, bien lo sabe Dios, sino por acumular los caudales libres de la familia en el único encargado de perpetuar el ilustre apellido, y en la persuasión de que la hembra iba en próspera fortuna, no tenía más que un hijo y podía pasarse muy bien sin las legítimas de sus dos hermanos.
Tomaron éstos asiento en los dos bancos de tallado roble que iban desde el estrado hasta el extremo opuesto de la estancia, donde el hermano Ambrosio y el Maestro de novicios ocuparon sendos sitiales. Era el primero un joven enteco, alto y pálido, que oprimía nerviosamente entre sus manos un enrollado pergamino.
Nada hay débil, enteco ni afeminado: recorriendo tales páginas, se respira un soplo de barbarie que hace bien, que templa los nervios y vigoriza la sangre.
Palabra del Dia
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