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Yo dominaba el teatro desde muy alto; por esta causa me consagré al sacerdocio. Yo, señorita, no soy un simple profesor, sino un sacerdote... Llevo cincuenta francos por lección; pero enseño, con los preceptos del arte, el respeto al arte.

Y luego, ¿qué he de saber yo, sin más dibujo que el que me enseñó el señor Mazuchellí, ni más colores que estos tan pálidos que saco de misma?

Tuvo insignes discípulos, pero enseñó algunos errores en el tratado de Penitencia.

La portera me la enseñó estando en su balconcito, con una bata muy lujosa, que bien puedo decir que me la ha robado a . ¡Y era fea, doña Manuela, muy fea! Huesos y pellejo nada más; pero con unos ojos de desvergonzada, que es sin duda lo que les gusta a los hombres.... ¡Mi Antonio, un hombre tan serio, con esa mala piel! ¡Ay, doña Manuela de mi alma, yo creo que me va a dar algo!

Al principio, la ignorancia de usted será lo que le seducirá mejor; luego seguirá con alegría sus progresos; el minuto más precioso será aquel en que adivinará que usted toma interés en la partida, jugando fuerte y pagando fuerte y en buena moneda. En esta noche quedará él conquistado definitivamente y no pensará más en la querida, que le enseñó el arte de las caricias.

Vivia junto á su casa que era hermosa, bien alhajada y con amenos jardines, una India vieja, beata, tonta, y muy pobre. Díxome un dia el brama: Quisiera no haber nacido. Preguntéle porque, y me respondió: Quarenta años ha que estoy estudiando, y todos quarenta los he perdido; enseño á los demas, y lo ignoro todo.

El tío Manolo fue enseñando a Miguel los trenes más lujosos y nombrándole sus dueños: también le enseñó las bellezas de la corte. ¡Guapa mujer esa que acabo de saludar! ¿eh?

416 Aunque rompí el estrumento por no volverme a tentar, tengo tanto que contar y cosas de tal calibre, que Dios quiera que se libre el que me enseñó a templar. 417 De naides sigo el ejemplo, naides a dirigirme viene; yo digo cuanto conviene, y el que en tal güeya se planta, debe cantar, cuando canta, con toda la voz que tiene.

Al llegar cerca de Sansol, cuatro hombres se plantaron en el camino. ¡Alto! gritó uno de ellos que llevaba un farol. Martín saltó del coche y desenvainó la espada. ¿Quién es? preguntó. Voluntarios realistas dijeron ellos. ¿Qué quieren? Ver si tienen ustedes pasaporte. Martín sacó salvoconducto y lo enseñó. Un viejo, de aire respetable, tomó el papel y se puso a leerlo.

¿De dónde viene usted? le pregunté. ¿De una santa peregrinación, de una iglesia, de una capilla? No acierta usted... He pasado el tiempo de un modo más profano... Vea usted mi cosecha. Y nos enseñó el ramo. Polidora, tomando un aspecto de importancia, empezó a decir con algún retintín: Venimos de... Elena se volvió vivamente hacia ella.