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Como alucinado, él la miró, y en la turbación, en la emoción visible de su amada, lee la confesión que sus labios no se atreven a pronunciar. Enloquecido, la atrae hacia en un movimiento apasionado. ¡Será posible! ¡María Teresa, le suplico, hable! dígame que soy yo... ¿es posible? ¡yo!... ¡yo!

Y con esto la fiel doncella condujo a un aposento del piso alto a Miguel de Cervantes, y allí dejole más muerto que vivo, con el alma turbada, y de tal manera, que a veces le parecía un sueño la realidad que tan dura y cruel se le mostraba. De como enloquecido Cervantes por el amor, creyó que la mano de Dios le apartaba de los efectos de su locura.

Cuando los ojos del juez volvieron á fijarse en él, tenían una luz afectuosa. Había sido culpable, no por dinero ni por traición, sino enloquecido por una mujer. ¿Quién no tenía en su historia algo semejante?... «¡Ah, las mujeres!», repitió el francés, como si lamentase la más terrible de las esclavitudes... Pero bastante pena había sufrido con la pérdida de su hijo.

19 Porque está escrito: Destruiré la sabiduría de los sabios, y reprobaré la inteligencia de los entendidos. 20 ¿Qué es del sabio? ¿Qué del escriba? ¿Qué del filósofo de este siglo? ¿No ha enloquecido Dios la sabiduría de este mundo? 21 Porque en la sabiduría de Dios, por no haber el mundo conocido a Dios por sabiduría, agradó a Dios salvar a los creyentes por la locura de la predicación.

Indudablemente, lo que había dicho Soledad tenía muchos visos de verosimilitud. Velázquez, irritado por la osadía de su querida, era muy capaz de dejar que la maltratasen, si es que él mismo no se arrojaba á hacerlo. ¡Pobre Soledad! Aquel funesto amor la había enloquecido y sería la causa de su ruina completa.

Ambos, con paso rápido y resuelta actitud, se dirigieron hacia él. Lleno de terror, huyó precipitadamente. Corrió a través de la niebla enloquecido, jadeante, atropellando a los transeúntes, tropezando con los faroles, los caballos, los coches. Se detuvo en una ancha avenida, que le costó mucho trabajo reconocer. Todo se hallaba alrededor desierto y silencioso. Caía una menuda lluvia.

En todas sus correrías la seguía el tirano, el maestro, que enloquecido por una pasión que tal vez era la última, abandonaba sus lecciones para salir a su encuentro. ¡Todo por el arte! Quería gozarse en la contemplación de su obra, presenciar los triunfos de su discípula. Y apenas el padre, agradecido por tanto afecto, se separaba un poco, caía sobre ella imponiéndola su esclavitud.

Era principalmente al caer la noche cuando no estaba ocupado con su telar, que se ponía a repetir aquel acto maquinal, al que hubiera sido incapaz de asignar un fin determinado y que no podía ser comprendido sino por aquellos que han sentido el dolor enloquecido de verse separados del objeto supremamente amado.

La meditación del sacerdote fue larga y dolorosa. La hoja aguda y fría del escepticismo penetraba en sus entrañas: una mano cruel la revolvía sin piedad para desgarrárselas mejor. Lo que aquel hombre, enloquecido por el dolor, decía quizá no fuese cierto. Pero ¿lo era lo que afirmaba el cristianismo?

No falta tampoco el idiota de la aldea, magín descompuesto, candidato de pillos, víctima de las bromas aldeanas, enloquecido con ideas sobre filantropía, abriendo la boca de admiración y pestañeando con un ojo que sufre de perlesía intermitente, mientras la pupila del otro se le sale como el carozo de un durazno prisco.