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Actualizado: 21 de junio de 2025
Los cerrojos estaban echados y las mechas del velón crepitaban en ese momento, amenazando apagarse. No había, tampoco, un solo libro sobre la mesa, y él había olvidado su breviario.
El día estaba magnífico, y bajo un pabellón de dril, listado de blanco y rojo, veíanse algunos socios del club fumando y conversando; en la balaustrada de piedra que da a la plaza, dos o tres jóvenes echados de bruces veían desfilar los carruajes que por la calle de Boissy d'Anglas se dirigían al Bosque.
Lo importante, pues, es que no perdamos la confianza y el aprecio de nosotros mismos. Bueno es renegar y rabiar y acusarnos unos á otros de incapaces, probando así que no estamos resignados ni echados en el surco; pero mejor es no creer que la incapacidad y el rebajamiento son generales y única causa de nuestra ruina.
50 Y oyéndolo Jesús, le respondió: No temas; cree solamente, y será salva. 51 Y entrado en casa, no dejó entrar a nadie consigo, sino a Pedro, y a Jacobo, y a Juan, y al padre y a la madre de la niña. 52 Y lloraban todos, y la plañían. 53 Y hacían burla de él, sabiendo que estaba muerta. 54 Y él, echados todos fuera, tomándola de la mano, clamó, diciendo: Muchacha, levántate.
Pero, á pesar de vivir el pueblo conquistador en medio del país conquistado; á pesar del fraccionamiento de los pequeños estados de la Península que surgían poco á poco, como pequeñas islas en medio de la gran inundación sarracena; á pesar del espíritu caballeresco, de la bizarría y de la tolerancia religiosa de los califas, fueron echados al fin tras de sangrientas y tenaces luchas que formaron la Patria española y crearon la España de los siglos XV y XVI.
Algunos que avanzaban abombando el pecho con aire de reto y la cabeza descubierta sentían en torno de su frente el trágico despeinamiento de Medusa: un llamear de cabellos echados atrás, como si una fuerza invisible intentase arrancarlos. Transcurrían ahora largos espacios de tiempo sin que los vidrios reflejasen el paso de una persona. Pero algo nuevo vino a asomarse a la vez a todos ellos.
Sabedores de esta circunstancia los colonos y criados de la casa, que tan maltratados habían sido aquellos días por la soldadesca invasora, tomaron una horrible venganza en aquellos diez ó doce hombres dormidos, á los cuales dieron muerte á mansalva. Dos días después fueron echados de menos por sus camaradas, quienes, sospechando lo ocurrido, enviaron en su busca una sección de caballería.
Claro está que al derribarse la casa antigua fueron echados a la calle los servidores jubilados, y entre ellos Manuela. En vano intentó ver a la duquesa. El mayordomo, un burgués en canuto, más aristocrático y orgulloso que el amo a quien sisaba, no permitió que se acercase a la señora. Manuela comenzó entonces a subir esa calle de la amargura que se llama miseria.
Estos dos eran buenos peines; habían corrido mucho mundo, y estaban sin licencias, ladrando de hambre, echados de todas las iglesias y sin encontrar amparo en parte alguna. Tal situación les agriaba el carácter, haciéndoles parecer peores de lo que eran.
Sí, frente a él, a corta distancia, Beatriz y su primo estaban echados de espaldas sobre la hierba, a la sombra de un olmo. El mancebo había juntado su rostro al de la niña, pasándola el brazo bajo la espalda, mientras ella, deshojando un rojo clavel, un clavel rojo como la sangre, sonreía voluptuosamente.
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