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Actualizado: 1 de julio de 2025
Y se interrumpía para empinar la botella del aguardiente, pasándola después a los compañeros. El vaho del alcohol se esparcía en aquel ambiente impregnado de incienso y humo de cera. Transcurrió más de una hora. Mariano había cortado varias veces la conversación, como si tuviera que decir algo grave y vacilase, falto de valor. Por fin se decidió.
Sí, frente a él, a corta distancia, Beatriz y su primo estaban echados de espaldas sobre la hierba, a la sombra de un olmo. El mancebo había juntado su rostro al de la niña, pasándola el brazo bajo la espalda, mientras ella, deshojando un rojo clavel, un clavel rojo como la sangre, sonreía voluptuosamente.
La niña repetía el mismo ademán de repugnancia y de miedo, sin atreverse a tocarlos; mientras Ramiro, alargando sus dedos, se los quitaba, uno a uno, entre sonriente y avergonzado. Enredadas en un rizo, dos de aquellas palomitas aleteaban sin cesar. El mancebo, al ir a cogerlas, retuvo a Beatriz pasándola el brazo por detrás de la espalda.
Los barrotes estaban sujetos por un marco de madera, y el marco en un extremo se hallaba apolillado. Martín supuso que no sería difícil romper la madera y quitar el barrote de un lado. Cortó una tira de la manta y pasándola por el barrote de en medio y atándole después por los extremos formó una abrazadera y metió dos patas del banco en este anillo y las otras dos las sujetó en el suelo.
Palabra del Dia
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