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Actualizado: 25 de septiembre de 2025
Desgraciadamente, la débil salud del Rey y las enfermedades cerebrales que continuamente padecía, hacían temer por su vida y por su razón; dominábale una melancolía que no lograban disipar los cuidados y la ternura de su joven esposa la princesa María Teresa de Portugal, de quien era sinceramente amado.
El juicio de don Martín tanto se aparta de la exactitud como al presumir que «el ingenioso Almirante procuraba disipar los temores de su gente explicándolas de un modo especioso la causa del fenómeno». No para satisfacción de la gente escribía el Diario, documento secreto en que consignaba aquello de las dos cuentas de leguas y del propósito de desatinar á los pilotos.
Los diversos apuntes manuscritos de los que hemos ido extractando y compaginando esta historia hasta ahora clarísima, presentan aquí contradicciones que conviene resolver y obscuridades que conviene disipar por medio de hipótesis. ¿Cómo pudo Morsamor salir del misterioso y fantástico país de los mahatmas y hallarse de nuevo en terreno de ser y realidad más reconocidos?
En fin, tirando el sombrero sobre la nuca, estirando la pierna, empinando el vientre, bostecé formidablemente. Mucho tiempo rodé así por la ciudad, bestializado en un goce de Nabab. Súbitamente, un brusco apetito de gastar, de disipar oro, vino a llenar mi pecho como una ventolina que hincha una vela. ¡Pára, animal! grité al cochero. El coche se paró.
Al fin entró por su hermano. La nave del templo era toda sombras, en cuyo fondo ardían unas cuantas velas, sin que las llamas lograran disipar la oscuridad. A la izquierda, al pie de un altar, estaba Tirso hincado de rodillas, juntas las manos sobre el pecho y muy humillada la cabeza. Como Pepe no tenía costumbre de verle, le fue preciso adelantar bastante para cerciorarse de que era él.
Al oír aquel nombre Ramiro se enderezó con viveza y abrió del todo los ojos para disipar con la luz el doloroso recuerdo. El sol, inclinado hacia el poniente, reverberaba en las fachadas fronteras y hacía resplandecer en las ventanas y balcones las joyas, el azabache, la blanca piel de los guantes, los abanicos dorados. Llegoles por fin el turno a los que habían de morir.
Durante este tiempo yo había crecido; contaba quince años; era bien parecida, y por el incidente de tan inesperada visita, me convencí de que llamaba la atención mi persona; mis amigos nada me habían dicho, y el efecto rápido y maravilloso que produje en la concurrencia me sorprendió en extremo... Todo, en aquel día, me decía que era linda; y si hubiese podido dudarlo todavía, las exclamaciones que oía a mi alrededor bastaban para disipar mis dudas.
Palabra del Dia
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