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En todo el derredor una falda muy pendiente separa la planicie de la colina de las profundidades del Darro y los altos barrios de la ciudad. Despues, como un inmenso cinturon de piedra, arrancan del seno circular de la falda los enormes torreones y los estupendos muros que aislan la planicie, presentándola sobre el horizonte de Granada como una corona de rocas y verdura que se destaca en el aire.

La carrera del Darro es la que, arrancando de la Plaza Nueva, va a dar en la rambla del Chapizo, subida del Sacro Monte de Granada.

Si el mal gusto se manifiesta en las fuentes que adornan el principal, la pompa y el esplendor de aquella inmensa bóveda de verdura son incomparables. Un vasto salón al aire libre, de mas de 300 metros de longitud y unos 40 de anchura, se extiende al extremo de la calle principal entre ella y el Jenily el Darro. No he visto jamas una basílica de verdura comparable á esa.

Yo, por ejemplo, al proponerme describir á la Granadina, hállome con que mi provincia no es toda la Andalucía, ni tan siquiera todo el antiguo reino de Granada; tropiezo con que, al llegar este libro á la G, ya contendrá descripciones cumplidísimas de las mujeres de Almería, Cádiz y Córdoba; y encuéntrome, finalmente, con que después han de venir los artículos sobre las de Jaén y las de Málaga, tan parecidas á las hijas del Darro, del Guadalfeo y del Guadix.

Del pié de la Alhambra y el Albaicin se extiende la ciudad sobre las dos márgenes del Darro y la derecha del Jenil, descendiendo en plano inclinado hacia la Vega.

No he podido estudiar la Alhambra ni otros monumentos como artista, sino bajo su punto de vista social, único que puede estar á mi alcance. Subiendo la alta colina de la izquierda del Darro, por entre callejuelas estrechas, sucias, caprichosas y casi arruinadas, habíamos llegado al pié de la gran puerta monumental que da entrada á la ciudadela ó vastísima fortaleza de la Alhambra.

El aliento consolador del ambiente de la noche, perfumado y empapado con las flores, y el frescor de las márgenes del Darro, serenó mi frente y templó el ardor fatigoso de mis sienes. ¿Con qué razón presumía yo envidiar los amores de otros más afortunados, a quien el cielo pudo premiar con ellos sus virtudes, y el Profeta su valor y constancia?

Por el siniestro lado se levantan edificios de magnífica traza, cortados por los fauces de las calles que bajan de lo más alto del Albaicín, y a la derecha mano, por su álveo profundo, copioso en invierno, nunca exhausto en el estío y siempre sonante y claro, viene el Darro ensortijándose por los anillos que le ofrecen los puentes pintorescos que lo coronan.

Sólo ella estaba allí como en un destierro. «Pero ¡ay! era una desterrada que no tenía patria a donde volver, ni por la cual suspirar. Había vivido en Granada, en Zaragoza, en Granada otra vez, y en Valladolid; don Víctor siempre con ella; ¿qué había dejado ni a orillas del Ebro, el río del Trovador, ni a orillas del Genil y el Darro? Nada; a lo más, algún conato de aventura ridícula.