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Vagaban padre e hijo, aturdidos por el ruido de la venta, estrujados por los codazos de la muchedumbre, e insensiblemente, atraídos por una fuerza misteriosa, iban a detenerse en la escalinata de la Lonja, frente a la famosa fachada de los Santos Juanes. La original veleta, el famoso pardalòt, giraba majestuosamente. ¡Mia, chiquio, qué pájaro...! ¡Cómo se menea...! decía el padre.

Por la mañana arremolinábase la gente, con empujones y codazos, en torno de los revendedores que en la plaza de San Francisco voceaban las de «sol» y de «sombra»; y como si la ciudad acabase de sufrir una invasión, tropezábase en todas partes con gentes de la huerta y de los pueblos: unos con pantalones de pana y manta multicolor; y otros, los tipos socarrones de la Ribera, vestidos de paño negro y fino, la chaqueta al hombro, dejando al descubierto la blanca manga de la camisa, los botines de goma entorpeciéndoles el paso, y en la mano un bastoncillo delgado, casi infantil, movido siempre con insolencia agresiva.

Como tenían cerca a D.ª Fredesvinda no podían comunicarse las alegres ideas que cruzaban por sus cabezas, y sólo se desahogaban dándose codazos y pisotones. Más de una vez tuvieron que apretarse la boca para no dar suelta a las carcajadas que les retozaban por el cuerpo. Por mucho que hicieron no lograron volver a echar la vista encima en toda la noche a Adolfo.

Las dos familias, sufriendo los codazos de la muchedumbre, salieron de la plaza por entre los jinetes de la Guardia Civil que mantenían el turno en el desfile de los coches, fueron en busca de los suyos, teniendo las mamas y las niñas que recoger sus faldas de seda, y manchándose las medias con el barro de la carretera recién regada.

Y mientras no sólo a los conventos, y a los palacios, sino también a los árboles se les dejaba campo abierto para alargarse y ensancharse como querían, los míseros plebeyos que a fuerza de pobres no habían podido huir los codazos del egoísmo noble o regular, vivían hacinados en casas de tierra que el municipio obligaba a tapar con una capa de cal; y era de ver cómo aquellas casuchas, apiñadas, se enchufaban, y saltaban unas sobre otras, y se metían los tejados por los ojos, o sean las ventanas.