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Luis avanzó hacia el oficial, llevando en alto una copa de vino; pero el militar pasó adelante sin hacer caso del ofrecimiento, seguido de sus soldados, que casi atropellaron al señorito. Su entusiasmo no se enfrió por esta falta de atención. ¡Olé, los jinetes garbosos! dijo arrojando su sombrero a las patas traseras de los caballos.

Pero todo esto se acabó en un punto, llegándose uno donde se atropellaron respectos y se acabaron los honrados discursos, y adonde se perdió la paciencia y salieron a plaza mis secretos pensamientos.

Cuando llegó a narrarle ciertos odiosos y terribles pormenores, el conde principió a dar vueltas por la estancia como fiera enjaulada, a mesarse los cabellos, a arañarse la cara, lanzando rugidos de coraje. Al quedarse solo, mil ideas, todas desatinadas, se le atropellaron en la mente.

¿Qué pasa? se dijo asustado Bonis. Pensó de repente, como antaño : Emma se ha puesto mala, y me va a echar la culpa. Se dirigió hacia la escalera, cuya puerta abrieron con estrépito desde dentro; bajando de dos en dos los peldaños, venían dos bultos: el primo Sebastián y Minghetti, que atropellaron a Bonis.

282 Uno despachó al infierno de dos que lo atropellaron; los demás remoliniaron, pues íbamos a la fija, y a poco andar dispararon lo mesmo que sabandija. 283 Ahí quedaron largo a largo los que estiaron la jeta; otro iba como maleta, y Cruz de atrás les decía: que venga otra polecía a llevarlos en carreta.

270 Dos de ellos que traiban sables más garifos y resueltos, en las hilachas envueltos enfrente se me pararon, y a un tiempo me atropellaron lo mesmo que perros sueltos. 271 Me fui reculando en falso y el poncho adelante eché, y en cuanto le puso el pie uno medio chapetón, de pronto le di un tirón y de espaldas lo largué

De modo que el vulgo, á quien se atribuyó esta insolencia, se despechó tanto en algunas partes, que hicieron víctima de su furor á algunos inocentes: como en Arequipa, donde perdiendo el respecto á la justicia, saquearon la casa del corregidor D. Baltazar Semanat, le precisaron á ocultarse para salvar su vida, atropellaron las casas destinadas á la recaudacion de estos derechos reales, persiguieron á los administradores, y estuvo la ciudad á pique de perderse: trascendiendo hasta los muchachos el espíritu sedicioso, con juegos tan parecidos á las veras, que habiendo nombrado entre ellos á uno, con el título de aduanero, se enfurecieron despues tanto contra él, que á pedradas acabó su vida, costándole no menos precio el fingido empleo con que le habian condecorado.

Todos los brazos se atropellaron para ultimarlo, y, entre vivo y muerto, pudo entrever todavía, a la humosa luz de las teas, al misterioso morisco, al hombre de la daga que, abriéndose paso entre los demás, se echaba sobre él y le cubría con su cuerpo, repitiendo un mismo grito en algarabía: ¡Ebni! ¡Ebni!... Luego sobrevino el desmayo.