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Actualizado: 23 de octubre de 2025


Los pinos y sabinas quedaron atrás en la falda del monte. Caminaba ahora entre bancales de tierra arada. En unos campos vio payeses que trabajaban; en un ribazo encontró varias atlotas que recogían hierbas, encorvándose sobre el suelo; en un camino se cruzó con tres viejos marchando lentamente al lado de sus borricos.

Y él, satisfecho del consejo, pasaba los días de labor en pleno campo, a la sombra de un árbol, oyendo cantar a los pájaros, espiando a las atlotas que transitaban por las sendas; y cuando le bullía en la cabeza un trovo nuevo, sentábase a la orilla del mar para devanarlo lentamente, fijándolo en su memoria. Jaime se despidió de él: podía continuar su trabajo poético.

Se limpió el sudor y luego se llevó las manos al pecho; su cara era de un rojo amoratado; pero la gente le volvía la espalda, olvidada ya de él. Las atlotas, con una solidaridad de sexo, envolvían a Margalida en vehementes manoteos, la empujaban, pidiéndola que cantase para contestar a lo que había dicho el cantor sobre la falsedad de las mujeres.

De pronto, el Capellanet saltó al medio de la plaza tremolando su sombrero... «Pero ¿es que iban a pasar la tarde oyendo la flauta sin bailarCorrió al grupo de atlotas y agarró por las manos a la más grande, tirando de ella. «¡!...» Esto bastaba para la invitación. Cuanto más rudo era el manotazo, más cariñoso parecía y digno de agradecimiento.

Delante iban las atlotas de traje dominguero, con pañuelos rojos o blancos y faldas verdes, brillando al sol sus grandes cadenas de oro. Junto a ellas caminaban los pretendientes, escolta tenaz y hostil que se disputaba una mirada o una palabra de preferencia, asediando varios a la vez a la misma moza.

Como su hermana había pocas en la isla: guapa, alegre y con un buen pedazo de pan, pues el siñó Pep hablaba en todas partes de dar Can Mallorquí al yerno cuando él muriese. ¡Y el hijo que se reventase con la sotana a cuestas al otro lado del mar, sin ver más atlotas que las indias! ¡Futro!... Pero su indignación duró poco.

Las atlotas, agarradas del talle o apoyadas unas en los hombros de otras, miraban con virtuosa hostilidad a los mozos, que se pavoneaban en el centro de la plaza, las manos metidas en el cinto, el ancho castoreño echado atrás para dejar al descubierto las rizos de su frente, el cuello envuelto en bordado pañuelo o corbata de cintas, y las alpargatas de inmaculada blancura casi ocultas por la boca del pantalón de pana en forma de pata de elefante.

En Can Mallorquí habían pasado todos mala noche. Margalida lloraba; la madre se había lamentado incesantemente de lo ocurrido. ¡Señor! ¡qué pensarían de ellos las gentes del cuartón al saber que en su casa se pegaban los hombres como en una taberna! ¡Qué dirían las atlotas de su hija!... Pero a Margalida la preocupaba poco la opinión de sus amigas.

Salían del atrio para adoptar fieras posturas, con las manos en la faja y la cabeza erguida, ante los grupos de mujeres. En ellos estaban las amadas atlotas fingiendo indiferencia y contemplándolos al mismo tiempo con el rabillo de un ojo. Poco a poco iba disolviéndose esta masa de gentío. ¡Bon dia!... ¡Bon dia!... Muchos no volverían a verse hasta el domingo siguiente.

Palabra del Dia

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