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El bizarro y extraño nombre de Socarrao me admiraba algo, y de ello se apercibió el pescador. Son motes, caballero; apodos que aquí tenemos lo mismo los hombres que las barcas. Es inútil que el cura gaste sus latines con nosotros; aquí, quien bautiza de veras, es la gente.

Para martirizarla, además de sus improperios y apodos, tenía un gato, que creemos nacido expresamente para entrarse en el cuarto de las dos hermanas y hacer allí cuantas inconveniencias puede hacer el gato de un enemigo.

Con frecuencia, los apodos se derivaban de alguna extravagancia en el traje, como en el caso de Dungaree-Jack, o bien de alguna singularidad en las costumbres, como en el de Saleratus-Bill, así nombrado por la enorme cantidad de aquel culinario ingrediente que echaba en su pan cotidiano, o bien de algún desgraciado lapsus, como sucedió al Pirata de hierro, hombre apacible e inofensivo, que obtuvo aquel lúgubre título por su fatal pronunciación del término pirita de hierro.

La misma vida vegetativa, brumosa, soñolienta; las mismas tertulias en las trastiendas libando con deleite la miel de la murmuración. Los apodos soeces pesando siempre como losa de plomo sobre la felicidad de algunas respetables familias. En el Bombé, las tardes de sol, los mismos grupos de clérigos y militares paseando desplegados en ala.

Hay quien sostiene que los apodos son más lógicos que los nombres. Cuando el mote alude a una condición moral, a un rasgo del carácter, a una modalidad particular del espíritu, tiene, indudablemente, una determinación más apropiada que el nombre. Es el bautismo correspondiente a la idiosincrasia del sujeto.

El mote tiene, pues, cierta lógica cuando caracteriza al individuo. Pero los apodos transcriptos no dicen nada, no determinan las condiciones morales de las personas: son palabras sin sentido, verdaderas ñoñerías, que no pueden suplantar a los nombres bautismales, de tan rico y remoto contenido filológico.

No he visto ni uno solo, pero tengo sus expedientes entre mis papeles; conozco su pasado, su presente, su profesión, su residencia y podría enumerarlos a todos por sus nombres, apellidos, nombres falsos y apodos. César, señora, mejor que un gran capitán, fue el primer jefe administrativo de su época. ¿Y había licenciados de presidio en la república romana?

Lo que más le irritaba era la afición de los muchachos á llamarse por los apodos de sus padres y aun á fabricarlos nuevos. ¿Quién es Morros d'aca?... El señor de Peris, querrá usted decir. ¡Qué modo de hablar, Dios mío! Parece que esto sea una taberna... ¡Si á lo menos hubiese usted dicho Morros de jaca! Descrísmese usted enseñando á estos imbéciles. ¡Brutos!...

Y ahora, Nélida, que venía hacia él contra toda lógica, cuando menos podía esperarlo; Nélida, «la de la boca de tigresa como decía Maltrana en su afición a los apodos homéricos , la de los ojos de antílope y la carne primaveral». En cuatro días tres amores... La vida de a bordo quería borrar con la rapidez de los hechos la monótona languidez de su ambiente.

Sin embargo, los chupadores de sangre estaban muy lejos de poseer la dócil inteligencia de tantos perros, focas o elefantes «sabios». Apenas si reconocían a Catalina, su cuidadora, cuando los llamaba por sus pintorescos apodos: «¡Sanguijuela!... ¡Borracho!... ¡Lucifer!...» El éxito de la domadora, harto dudoso por cierto, extribaba más bien en una danza serpentina que bailaba dentro de la jaula, envuelta en negros crespones.