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Maxi continuaba tranquilo. Más bien parecía un convaleciente que un enfermo. Estaba muy débil y no apetecía más que sentarse junto a los cristales del balcón del gabinete, contemplando con incierta mirada a los transeúntes.

La marquesa de Ujo vestía de turca y le sentaba tan bien, que, según Alcántara, apetecía soltarle un tiro. Su languidez era tanta aquella noche, que apenas tenía fuerzas para articular las palabras. A cada paso el ilustre general se veía en la necesidad de ayudarla en tan ímproba tarea.

Esto era lo que apetecía Plutón. Detrás de ella, á dos pasos nada más, se hallaba una chimenea ó boca de respiración de la mina que él mismo había concluído de abrir el día anterior y que nadie conocía. ¿Por qué no quieres escucharme? ¡Porque no!... ¡Vete! Retrocedió los dos pasos que le faltaban y cayó en el agujero.

Sacola de esta cavilación doña Lupe, que entró con pisadas de gato, y le dijo que era preciso tomara algo. Negose Fortunata a comer cosa alguna, y dijo que lo único que apetecía era una naranja para chuparla. «¿Antojitos yamurmuró la tía sonriendo, y mandó a Papitos por la naranja.

Por desgracia, esta deseada y aconsejada superposición no había llegado a verificarse, aunque Rafaela a menudo la apetecía.

Me entregué rechinando los dientes de furor, con la cara inundada de lágrimas de angustia y sublevada de asco y de odio, mientras que usted, monstruo, parecía encantado por mis estremecimientos de espanto y de cólera... Cuanto más le rechazaba, más enloquecido estaba usted por la pasión. No parecía sino que era mi resistencia lo que usted apetecía y que gozaba más de su victoria que de su amor.

Diríase que la Providencia cristiana, no menos caprichosa a veces que la pagana Fortuna, se había propuesto abrumarle de bienes positivos, negándole los que su corazón apetecía, y le colmaba de frutos riquísimos sin dejarle ver y gozar la flor hermosa del amor. Desde la visita al palacio de Aransis empezó la tal Providencia a divertirse con él.

Cuando pensaba que nadie la miraba, quedábase largo rato con los ojos en el vacío, pasaba por ellos una ráfaga de ternura y concluían por arrasársele. Entonces se ponía guapa de veras. Apetecía ir a besarla. Mas si se advertía que la estaban mirando, volvía a poner aquellos ojazos crueles que a todas nos asustaban.

Pero el pobre chico apetecía con ansia el amor y los cuidados de la familia: ante la bárbara indiferencia del colegio, el cariño y la consideración que le testimoniaban los criados de su casa éranle sabrosos.

Pero no se trataba de ella sola: se trataba de Luz, a quien indirecta, pero principalmente, iban enderezadas las invitaciones, y era muy justo no desairarlas, así por la buena intención de los invitantes, como por lo inofensivo de lo brindado. Podía la hermosa novicia hasta saturarse de ello sin temor de daño alguno. Lo peor era que Luz no lo apetecía mucho más que su madre.