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Si no le hubiese retenido el pensamiento de encontrar a Catalina, se hubiera ido a América. Llevaba ya más de un año sin saber nada de su novia; en Urbia se ignoraba su paradero, se decía que doña Águeda había muerto, pero no se hallaba confirmada la noticia.

Luego, al fin de la edad que medió entre aquella pelea y el descubrimiento de América, volvieron los gustos de antes, de Grecia y de Roma, en las casas graciosas y ricas del Renacimiento. En América vivían los indios en palacios de piedra con adornos de oro, como ese de los aztecas de México, y ese de los incas del Perú.

Algunas sectas protestantes, poniendo asientos y suprimiendo genuflexiones, iniciaron la entrada de la dignidad humana en el templo, cuatro siglos antes de que fuese abandonada en España y en América la obligación tradicional y cotidiana del hijo, de pedir la bendición al padre con las manos en súplica y de rodillas en el suelo.

Muchísimos abrazos a Mario: y de usted toda el alma de su hijo y discípulo». Así escribía a su viejo amigo, poco antes de salir para el destierro, poco antes de abandonar su patria y su hogar y sus libros el mancebo estupendo que había de ser más tarde el Libertador de su pueblo, y el que le arrancara su última presa en América a la hambrienta monarquía española.

Cuando años más tarde, dice a su amigo don Francisco Sosa que en el plan de sus relatos no entra por mucho el enredo, y que para él «la novela es historia», adivinamos que ha adoptado una idea de los Goncourt presentida ya en América por don Ricardo Palma.

Hablando de América, la había recorrido de un cabo a otro, había cazado tigres con el presidente de Guatemala y se había batido en calidad de coronel contra el ejército de San Salvador.

Todos los Estados de Europa tenían fronteras que rehacer, pedazos de tierra que exigir. Los Estados de América no pedían nada, no querían nada. Cada uno de los contendientes, al pensar en la victoria, calculaba las indemnizaciones que debería cobrar para compensarse de sus esfuerzos y sacrificios. La República americana gastaba más que todos los pueblos.

Recordaba á Aresti, en pocas palabras, la historia del muerto; un andaluz, de carácter triste y pocas palabras que había rodado por el mundo buscándose la vida en América en cien oficios, y trabajando en todas las minas de España. Por las noches, cuando volvía del trabajo, daba lecciones á los pinches.

La «raza española», algo positivo cuya realidad perciben todos en el idioma y las costumbres apenas ponen el pie en América, sólo existe y merece recuerdo cuando hay que anatematizar lo malo del pasado. La gloria se la lleva la «raza latina» que nadie sabe qué es y en qué consiste.

Ojeda contemplaba al «doktor» con cierto asombro. Iba a América contratado por un gobierno para dar lecciones de química en la Universidad del país.