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¡Qué alferecía, señor mío, ni qué calabazas! gritó el ilustre Pareja . Eso no es más que un efecto de la ley binomial, según la cual ningún fenómeno se produce aislado. Esas convulsiones infantiles eran la voz de la naturaleza que anunciaba ya la aparición de un genio.

Cuéntase, en efecto, que era de demasiada grandeza, corva en la mitad y toda llena de verrugas, de color amoratado, como de berenjena; bajábale dos dedos más abajo de la boca; cuya grandeza, color, verrugas y encorvamiento así le afeaban el rostro, que, en viéndole Sancho, comenzó a herir de pie y de mano, como niño con alferecía, y propuso en su corazón de dejarse dar docientas bofetadas antes que despertar la cólera para reñir con aquel vestiglo.

Tomole al roxo dios alferecia Por ver la muchedumbre impertinente, Que en socorro del monte le venia. Y en silencio rogó devotamente, Que el vaso naufragase en un momento Al que gobierna el humido tridente. Lo que impaciente estuve yo escuchando, Porque vi sus razones ser saetas, Que iban mi alma y corazon clavando.

Y ruborizándose aún más de lo que estaba añadió en voz baja dirigiéndose a Rodríguez: Cuando niño me ha dicho mi mamá que he padecido convulsiones. ¡Lo ven ustedes! exclamó Pareja en alta voz. Y henchido de entusiasmo dio una vuelta en redondo y su levita flotó como las alas de una mariposa. Sería acaso por la alferecía murmuró el recalcitrante Rodríguez.

Jamás llegaba á la embriaguez completa; y una vez sola, decía él había tenido en toda su vida alferecía en las piernas. Era, pues, hombre de chispa en diversos sentidos, y nadie tenía mejores ocurrencias, ni contaba más picantes chascarrillos, ni se mostraba más útil y agradable compañero en una partida de caza.