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De estos factores provino esa resistencia siempre vencida y siempre renaciente del pueblo contra los desmanes y la avaricia de los reyes y de los papas, que alcanza su primera grande etapa en la Magna Carta, arrancada al rey Juan por los barones en 1215, eludida a menudo después, pero jamás borrada del espíritu público, donde se conserva con la fijeza de una constelación en el firmamento; reconfirmada y ampliada en el parlamento de Simón de Monfort, en 1265, echando al mar en Dover la bula que contenía la excomunión del papa contra los barones rebeldes para quedar, desde entonces, como el gran faro nacional para los días de tormenta o de niebla política, mientras en el continente, aun en Escocia y en Irlanda, y con la sola excepción de la Holanda y la Suiza, la sumisión cristiana a la autoridad divina de los papas, los pastores y los reyes, bajo la forma protestante, la católica o la ortodoxa, hacía tabla rasa de todos los sentimientos de independencia individual o comunal, y mayormente en España, donde el Santo Oficio, sentaba sus reales y sus instrumentos de tortura veintiún años después del nacimiento de la Magna Carta en Inglaterra, para modelar a nuestros mayores por el terror máximo en el plan de la más grande intolerancia sectaria y de la más completa sumisión pasiva al altar y al trono.

Y desde 1534 esta abdicación universal de la capacidad natural del hombre en la capacidad divina de la iglesia fue reconfirmada con la fundación de la compañía de Loyola, y el consiguiente orgullo fanático de los siervos favoritos de Dios exteriorizado medio siglo después, en la "invencible", enviada, dice Fiske, "para extrangular la libertad en su patria predilecta, por el tirano más execrable y cruel que haya visto jamás la Europa tirano cuya victoria hubiera significado no simplemente la usurpación de la corona de Inglaterra, sino el establecimiento de la Inquisición española en el tribunal de Westminster".