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Pero si este daño recibieron las letras en España por la intolerancia religiosa de los Reyes Católicos, i por su injusto proceder contra los judíos, no padeció menos el comercio, i detrás de él todo el reino, con su espulsion i con la venida de los genoveses i otros estranjeros á establecer sus casas para tratar i contratar: las cuales por lo comun eran dependientes de las que estaban en las mas principales ciudades mercantiles de Italia i otras partes: de donde vinieron á resultar gravisimos daños.

la Buena Gloria, repito, continuó después en toda su escandalosa solemnidad, á despecho de sermones, de anatemas y del entremés citado; atravesó impávida épocas de tirantez é intolerancia, y sin que nada haya podido contra ella, logró aclimatarse en la moderna atmósfera de fósforo y vapor, y aquí existen todavía en uso sus inconcebibles prácticas .

Sea que el pueblo español haya sido calumniado en eso de la intolerancia política; sea que la vida constitucional le haya mejorado mucho; sea, en fin, que los periodistas constituyan donde quiera una raza aparte, lo cierto es que en España he hallado entre los escritores una singular cordialidad en las relaciones personales.

Pintó luego una obra que se ha perdido: la Expulsión de los moriscos. La intolerancia popular, la adulación de los cronistas y la propia superstición, harían creer a Felipe IV que aquel acto impolítico y cruel era lo que más honraba la memoria de su padre, y quiso eternizarlo. Miradas las cosas con imparcialidad, es disculpable que el Rey pensase así.

Si los manejos de Tirso quedaban reducidos a imposición de misas y rosarios, el caso no valdría la pena de intervenir en ello: lo malo sería que lentamente, sorbida la madre por la devoción, pretendiera luego variar la vida de la casa, que llevase a mal las ideas de su marido, que surgieran las exigencias, la intolerancia, el enojo por la falta de piedad y cuanto el fanatismo religioso trae consigo.

Los síntomas de defunción se ven por todas partes. ¿Dónde está la fe que arrastraba a la muchedumbre belicosa de cruzados? ¿Dónde el fervor que levantaba catedrales con seráfica paciencia durante doscientos años para albergar una hostia bajo una montaña de piedra? ¿Quién se azota hoy y martiriza su carne y vive en el desierto, pensando a todas horas en la muerte y el infierno...? En España, tres siglos de intolerancia, de excesiva presión clerical, han hecho de nuestra nación la más indiferente en materias religiosas.

Varias veces asistí á las sesiones del Congreso en Madrid, y tuve la fortuna de oir discurrir á los mejores oradores de todos los partidos. A juzgar por ellos, y teniendo en cuenta la intolerancia reglamentaria que les impide hablar con libertad, me pareció que España era superior en la oratoria á la España periodista ó escritora.

Sin esto, no sabria nada ó casi nada: ¿cómo ha de conformarse en creer que la vida no ha dejado en sus canas ninguna ciencia, cuando esas canas representan la ciencia de la vida? Sus cabellos blancos y sedosos son oráculos para él. ¿Quién va á persuadir á un oráculo contra sus profecías? Así como la intolerancia viene del juicio, de la inteligencia, la censura viene del sentimiento.

Como rasgo característico, tenían todos aquella severidad y rigidez que invariablemente hay en los antiguos retratos, como si en vez de pinturas fueran los espíritus de hombres ilustres, ya muertos, que estuvieran contemplando con dureza é intolerancia, criticándolos, las acciones y placeres de los vivos.

En otros países levantan estatuas á los víctimas de la intolerancia religiosa. Aquí la Iglesia omnipotente los ha matado por segunda vez, creando el vacío en la historia. De tantos miles de mártires, ni el nombre de uno solo ha llegado hasta el vulgo.