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...Mientras que usted, en su orgullo, se mezcla en las decisiones del Juez Supremo y se atreve a apartarse de la Santa Iglesia Ortodoxa. ¿Usted conoce los símbolos de la fe? No. ¿Pero cree usted en Nuestro Señor Jesucristo? ¿No he de creer? Pues todo el que cree en Nuestro Señor debe ser considerado cristiano.

Entre ellos se hallaba una buena señora, hija legítima de Albion, que venia de Roma y se dirigia á Inglaterra, Anglicana ortodoxa, pero llena de ese candor que distingue á casi todos los ingleses excursionistas, contaba con entusiasmo que le habia besado el pié á Pio IX y que este patriarca la habia tratado con la mayor dulzura.

De estos factores provino esa resistencia siempre vencida y siempre renaciente del pueblo contra los desmanes y la avaricia de los reyes y de los papas, que alcanza su primera grande etapa en la Magna Carta, arrancada al rey Juan por los barones en 1215, eludida a menudo después, pero jamás borrada del espíritu público, donde se conserva con la fijeza de una constelación en el firmamento; reconfirmada y ampliada en el parlamento de Simón de Monfort, en 1265, echando al mar en Dover la bula que contenía la excomunión del papa contra los barones rebeldes para quedar, desde entonces, como el gran faro nacional para los días de tormenta o de niebla política, mientras en el continente, aun en Escocia y en Irlanda, y con la sola excepción de la Holanda y la Suiza, la sumisión cristiana a la autoridad divina de los papas, los pastores y los reyes, bajo la forma protestante, la católica o la ortodoxa, hacía tabla rasa de todos los sentimientos de independencia individual o comunal, y mayormente en España, donde el Santo Oficio, sentaba sus reales y sus instrumentos de tortura veintiún años después del nacimiento de la Magna Carta en Inglaterra, para modelar a nuestros mayores por el terror máximo en el plan de la más grande intolerancia sectaria y de la más completa sumisión pasiva al altar y al trono.

Allí mismo espetaba su discursito, ungido de la doctrina moralizadora más ortodoxa, semejante a un fraile que, dominado de la gula y con todos los síntomas de su pasión a la vista, predicara la abstinencia, y se iba en busca del corredor favorito, a darle órdenes.

De vez en cuando tiraba los platos al fondista, respondía prontamente a los insípidos chistes de los huéspedes, y producía en la clase del domingo una sensación tan en absoluto contraria a la monotonía y placidez ortodoxa de aquellas instituciones, que por respeto y deferencia a los almidonados delantales y moral inmaculada de los dos niños de cara sonrosada y blanca de las primeras familias, el reverendo señor no tuvo más remedio que expulsarla.

Conocia Abde-r-rahman con su natural talento, que el celo de los naturales estaba notablemente entibiado, que el fervor religioso era mayor en los conquistadores que en los conquistados; creía que el cautiverio y la afliccion habian domado la pasada entereza de los Cordobeses; que la Córdoba de su tiempo no era ya aquella heróica colonia patricia convertida, tan dispuesta al martirio y pródiga de su propia sangre, cuando guiaba el rebaño de Cristo el grande Osio bajo la persecucion de Diocleciano y Maximiano, ni la Córdoba ortodoxa que habia padecido guerras, hambres y peste, por no contaminarse con el arrianismo; sabia, por último, que á pesar de la enseñanza católica dada á la juventud cristiana en las escuelas y colegios de los monasterios, donde tanto se distinguian ya algunos abades y jóvenes seglares, formidables quizá á los Mahometanos para lo venidero , la iglesia de Córdoba ahora padecia dolorosas excisiones por las nuevas doctrinas de Migencio y de Elipando , y se imaginaba que sus pastores no seguian ya las huellas de aquellos primeros obispos tan ominosos á los Donatistas, á los Luciferianos, á los Gnósticos y á los Priscilianistas, y cuya vida habia sido una lucha continuada contra los enemigos de la Iglesia . Sorprendióle, pues, sobremanera la repulsa de los Cristianos, pero la idea entre verdadera y falsa que se habia formado del pueblo sojuzgado y de los encargados de su gobierno, le hacia esperar que venceria su resistencia con solo insistir y encomendar al tiempo el resultado de las proposiciones entabladas en su nombre.

Ahora vio a aquella mujer. Era de regular edad, nada fea, de cabellos negros. A pesar de su sombrero chic y su traje a la moda, su aspecto no era el de una mujer de posición o ilustrada. Llevaba grandes pendientes semicirculares; con las manos, que tenía juntas sobre el vientre, sujetaba un bolso. Su rostro, cuando hablaba, permanecía inmóvil, impasible. ¿Pero usted es ortodoxa? .

En este como portátil camarín, que cargaba sobre los hombros de doce eunucos del Sennaar, aparecía la afortunada novia envuelta en los velos que aun en la poca ortodoxa Granada, para ceremonias de tal monta y con personas de tal clase, reclamaba la rigidez muslímica.

Si quería huir de ella, se la recordaba sin cesar el dolor de sus pies, que ardían, como abrasados de vergüenza; aquellos pies que habían sido del público, desnudos una tarde entera. Si quería consolarse con la religión y el amparo del Magistral, su mal era mayor, porque sentía que la fe, la fe vigorosa, puramente ortodoxa, se derretía dentro de su alma.

Vedle, en efecto, á ese hombre inhumano, á ese implacable perseguidor que en los últimos años de su vida presumió anegar en sangre ortodoxa la valiente hueste evangélica; oidle mas bien, describiendo por su propio labio su existencia de guerrero enamorado y las penas de la ausencia : Tus brazos dejé, alma mia, y al campo acudí veloz como flecha despedida por el arco zumbador.