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Y el aludido Monote, un gitanillo con el trasero al aire por las roturas del pantalón y la cara llena de costras, cogió el caballo del ronzal y salió corriendo por los altibajos de arena seguido de la pobre bestia, que trotaba displicente, como fatigada de una operación tantas veces repetida.
A los dos días se presentaba el gitanillo raptor ante el padre de la novia, con su chaqueta de terciopelo granate y el pavero blanco de los días de fiesta. Se arrodillaba compungido, se apoderaba de una de sus manazas, la besaba, y gemía después: Su mersé es el cuchillo, y yo, probesito de mí, soy la carne. Corte su mersé por donde quiera.
El gitanillo gemía «sus pesares y sus penas» con ese sentimentalismo falso de la canción popular, añadiendo que «al escucharle un pájaro, se le habían caído de sentimiento las plumas a millares»; y la vieja y su gente le jaleaban, alabando su gracia con tanto entusiasmo como si se alabasen ellos mismos.
¡Venga, venga! exclamé con ansiedad, temeroso al mismo tiempo de que en efecto quisiera hacérmela pagar cara. No contenía más que dos renglones. Decía así: «Sigue usted tan gitanillo como antes. Después que salga del convento hablaremos.» El efecto que me causó fue delicioso.
Palabra del Dia
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