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Sacaron el ganado del establo y lo juntaron todo delante de casa. Ángela y Rosa, en el corredor, sollozaban fuertemente. Rafael daba vueltas en torno de los alguaciles, agitado y tembloroso, con la faz demudada y reventando por llorar. Cuando aquéllos sacaron las cuerdas que traían enrolladas y se dispusieron a amarrar las vacas, estalló en gemidos lastimeros.

Un olivo parecía un sapo enorme, encogido y en actitud de saltar, con un ramillete de hojas en la boca; otro, una boa informe de amontonados anillos, con un penacho de olivo en la cabeza; veíanse troncos abiertos como ojivas, al través de cuyos orificios lucía el cielo azul; serpientes monstruosas enrolladas en grupo como las espirales de una columna salomónica; gigantes negros, cabeza abajo, con las manos en el suelo, hundiendo los dedos de sus raíces y los pies en alto, de los que surgían varas llenas de hojas.

¡Qué triste y silencioso estaba el edificio, que en el día rebosa de animación y de gente! Las puertas cerradas, las bombas de gas apagadas, las banderas, con que se engalanara la víspera, enrolladas al asta por el viento, todo envuelto en la niebla, como en un sudario.

El comedor les parecía más hermoso, y sonreían al desfile de manjares, á las angulas del país, enrolladas como lombrices en la tartera de plata, á los platos extranjeros que nunca faltaban en la cocina de Sánchez Morueta y á la fila de copas de diversas formas y colores que cada uno tenía delante, y en las cuales iban cayendo los vinos más diversos, desde el Tokay y el Chablis del principio de la comida, hasta el Cordón Rouge y el Pomery, que servirían al final.