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Los codos de los unos, por secreto y fatal impulso, iban derechos a los ojos de los otros. El sujeto pasivo de tales caricias llevaba inmediatamente la mano al lugar del contacto, y solía exclamar ásperamente: «¡Bárbaro! ¡Ya podía usted...!» Pero un enérgico chiis chiis de la muchedumbre le obligaba a matar en flor su discurso. Y volvía a imperar el silencio.
¡Vaya un concierto que nos están dando esos condenados de perros! ¡El perro que chilla es el que tiene la culpa! ¡Maldito!... ¡Condenado!... ¡Silencio, silencio, que ya se oye algo! ¡Qué se ha de oír!... ¡Maldita sea mi suerte! ¡Silencio, silencio! ¡Chis, chiis, chiiiiis! Los perros fueron callando uno en pos de otro cuando lo tuvieron por oportuno, y poco a poco se fue restableciendo la calma.
¡Cállese usted! ¡No sea usted estúpido, hombre! ¡Chis, chiis, chiis! Al fin callaron todos y pudo oírse la fogosa melodía de Verdi, interpretada con singular delicadeza. La voz femenina que salía por los entreabiertos balcones rasgaba la atmósfera acuosa del exterior vibrando con fuerza por el ámbito de la plaza y yendo a perderse en las encrucijadas de la villa.
Palabra del Dia
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