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Escribir la crónica de sus hazañas, de sus venganzas, de sus manejos, fuera cuento de nunca acabar. Para que nadie piense que sus proezas eran cosa de risa, importa advertir que algunas de las cruces que encontraba el viajante por los senderos, algún techo carbonizado, algún hombre sepultado en presidio para toda su vida, podían dar razón de tan encarnizado antagonismo.

Pensó en el toro, al que arrastraban por la arena en aquel momento con el cuello carbonizado y sanguinolento, rígidas las patas y unos ojos vidriosos que miraban al espacio azul como miran los muertos.

La falla se derrumbó con todo su armazón medio carbonizado, y un torbellino de chispas y pavesas se elevó hasta más arriba de los tejados. El enorme brasero daba a la plaza una temperatura de horno, tiñéndolo todo de color de sangre.

Aún le clavaron un tercer par, y su cuello quedó carbonizado, esparciendo en el redondel un hedor nauseabundo de grasa derretida, cuero quemado y pelos consumidos por el fuego. El público siguió aplaudiendo con vengativo frenesí, como si el manso animal fuese un adversario de sus creencias e hicieran obra santa con este abrasamiento.

¡Cómo le pican! exclamaba el público con risa feroz. Cesaron de rugir y estallar las banderillas. Hervía el carbonizado pescuezo con burbujas de grasa. El toro, al no sentir la quemazón del fuego, quedó inmóvil, jadeante, con la cabeza humillada, sacando una lengua seca, de rojo obscuro. Otro banderillero se aproximó a él, clavando un segundo par.