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Actualizado: 15 de junio de 2025
Al fin dió con aquella, en uno de cuyos hierros había puesto como seña una cinta: quitóla, cerró, dió luz de nuevo, y buscó la subida de la escalera; por la cual, según le había dicho Esperanza, se subía al corredor donde correspondía una puerta de escape del dormitorio de la duquesa. Aquel corredor tenía dos puertas: una á cada extremo.
2 Y vi otro ángel que subía del nacimiento del sol, teniendo el sello del Dios vivo; y clamó con gran voz a los cuatro ángeles, a los cuales era dado hacer daño a la tierra y al mar, 3 diciendo: No hagáis daño a la tierra, ni al mar, ni a los árboles, hasta que señalemos a los siervos de nuestro Dios en sus frentes.
En el silencio, un ruido confuso de voces subía hasta ellos, con risas moderadas, ahogadas, como lo requieren las conveniencias en una casa en que hay un muerto.
¡Qué bribón, adonde se ha ido!... Es menester cogerle... ¿Por dónde se sale al tejado? Por aquí no; necesitamos bajar primero a casa y subir luego a la buhardilla. Pues, vamos. Bajaron de la torre y después de atravesar algunas habitaciones tomaron la escalera del desván, que venía a parar a una de ellas. Estaba sumamente obscura y el joven subía con mucho trabajo.
En el fondo había un edificio de aspecto monacal, fachada ennegrecida por el tiempo y ventanas cubiertas con persianas, como ojos cerrados, y al que se subía por una escalera de cuatros escalones verdosos á causa de las lluvias. Marenval llamó y un timbre resonó en la casa turbando el silencio con un ruido sacrílego.
La escalera, por la que subía el moro á la plataforma de la torre, está derruida, y no prestando utilidad, no ha sido reedificada.
Le vigilaba, y todos los días poco antes del amanecer, escuchaba cómo abría suavemente la puerta de la calle y subía las escaleras quedamente, tal vez descalzo. La austera señora callaba amontonando en silencio su indignación, lamentándose ante don Andrés de aquel retoñamiento de locura que trastornaba sus planes.
El sol subía y sus rayos comenzaban a travesear en los cristales del coche, y en las frentes de los dos que lo ocupaban, como invitándoles a contemplarse el uno al otro.
La calle estaba desierta, al través de los visillos del balcón se divisaba el centelleo de las estrellas y a lo lejos sonaba el bramido ronco y tenaz que subía de la playa. En la fonda y su proximidad el silencio era completo.
Involuntariamente juntó las manos. Un gran deseo de purificación la dominó; y en este generoso arranque que subía desde lo más íntimo de su alma, como un mar de ternura, reconoció una semejanza con la irradiación suntuosa y triste que derramaba el cielo sobre las deformidades viles de la tierra, reflejando la visión de aquella luminosa sierpe de púrpura que había pasado como un prodigio bajo sus ojos atónitos.
Palabra del Dia
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